El sábado, antes de ir al Museo de Historia Norteamericana, comemos en el mítico Ben's Chili Bowl. Pedimos lo que se anuncia como el almuerzo preferido de Bill Cosby: un perrito caliente con salchicha ahumada, mostaza, cebolla, chili y patatas fritas de bolsa. Resulta sorprendentemente comestible. Nos hacemos fotos con todo el equipo de trabajadores, y compramos la camiseta.
Enfrente del Barnes & Noble hay un restaurante llamado Ollie's Trolley. En su escaparate hay un cartel que promete las mejores hamburguesas del mundo. Claro que en el escaparate también hay una vieja motocicleta con un maniquí polvoriento, un bólido a pedales y una reproducción de las tartas tradicionales de fresa y ruibarbo acompañadas por una nota —escrita a rotulador en un plato de cartón— que aclara que ya no se hacen.
Pedimos dos de las famosas ollieburgers, una root beer y un batido de fresa. Y patatas fritas, que saben igual que las de Wendy. El batido es demasiado espeso y no sube por la pajita. En realidad no sale ni aunque se le dé la vuelta al vaso. Un buen día el viejo Macdonald y su amiga Wendy le debieron de decir a Ollie: «amigo, ¿por qué no abres una franquicia como nosotros?» Ollie, sin embargo, no tenía el nervio empresarial de sus compatriotas, y nunca salió del D.C.
—Deberían hacer de esto un museo —le digo a Kathleen.
—Ya es un museo.
Y tiene razón. La hamburguesa que nos hemos comido tenía méritos suficientes para estar en el Smithsonian, pero echándole mostaza daba el pego.