Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 26 de julio de 2014

Otro día alquilamos un kayak y remontamos el río Potomac. Salimos a las diez y media porque el hombre del tiempo pronosticó tormentas eléctricas y tornados a partir de la una de la tarde, pero a las dos el cielo sigue completamente despejado. Cuando volvemos a tierra tengo las piernas al rojo vivo. Habíamos planeado ir a ver el cementerio de Arlington, pero lo dejamos y corremos —como el hombre de lata de El mago de Oz— hasta Dupont Circle; allí compramos un bote de after sun para casos desesperados que parece pasta de dientes. Nos la untamos en el parque mientras escuchamos tocar a la banda de músicos callejeros: siete trombones, una tuba, un trombón, un bombo, una caja y unos platillos. La leche. Y por la noche volvemos a Madam's Organ (genial anagrama del nombre del barrio, Adams Morgan), un local dedicado con obsesión al blues, al bourbon y a la taxidermia.

Otro día recorro la biblioteca de Jefferson, que está expuesta en una sala de la Library of Congress. Entre sus cinco mil volúmenes encuentro los nueve del Parnaso español de Sedano, obras de Rebolledo y de García de la Huerta, las Eróticas de Esteban Manuel Villegas, una colección de textos en dialecto de germanía de Hidalgo, La monarquía indiana de Torquemada, La Araucana de Ercilla, y todo Cervantes, salvo el teatro, todo en español, más una traducción francesa del Quijote.

Otro día vamos al museo aeroespacial. Nada más entrar me caigo de espaldas —metafóricamente—: ¡la cápsula del Apolo XI! Realmente la gente fue a la luna en un go-cart tuneado, con una brújula, un cuadernillo de espiral, una caja de aspirinas, un magnetofón de pilas y un maletín de bricolaje. Un poco más allá te dejan tocar una roca de la luna. Y luego vienen las fotos de Marte, que parece talmente Rivas Vaciamadrid. Como los museos son gratis, volvemos dos días después, y hacemos una visita guiada con un tipo muy divertido que parece Paul Giamatti.

Otro día el insinkerator se terminó tragando un pelapatatas de acero inoxidable y tuve que ir a comprar otro. 

Otro día vamos al cine de la calle E. Vemos Boyhood, de Linklater, que nos entusiasma: un Bildungsroman sutil y paciente. También vemos A Most Wanted Man, la última que rodó Philip Seymour Hoffman, que es tan aburrida que se duerme sola. Eso sí la sala estaba hasta la bandera. Para empezar, cualquier película en la que salga Daniel Brühl tiene todas las papeletas para resultar un bodrio. Vale, Tarantino hizo una en la que salía Daniel Brühl, pero tuvo la decencia de hacer que lo matasen. Por lo demás, A Most Wanted Man es uno de tantos episodios imaginarios e incoherentes de la guerra contra el terror. Esta vez tiene lugar en Alemania; los papeles alemanes se los han dado a actores americanos, que no saben pronunciar sus propios nombres, y sin embargo el cantante Herbert Grönemeyer hace de espía estadounidense, si he entendido bien. No se ha visto casting más absurdo. Kathleen lo resume con justicia cuando dice que es como Tatort pero sin muerto (Tatort es una serie alemana policíaca que echan los domingos por la noche; durante un tiempo solíamos llamar a Birte a la hora en la que empezaba, para comprobar que no cogía el teléfono, y le dejábamos mensajes en el contestador diciendo «Birte, sabemos que estás ahí viendo Tatort, sal de tu guarida y da la cara»).