Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 22 de agosto de 2014

Paso un día y medio en Berlín con Rafa. Peinamos la ciudad en bicicleta, olisqueamos en todas las cocinas de Kreuzberg y descubrimos que es en Neukölln donde acaban todas las sillas desvencijadas del mundo.

Por la noche cenamos pho y vamos al Schwarze Traube. En bicicleta está a quince minutos, pero apenas hemos salido de casa se me pincha la rueda de atrás. Con enorme fastidio dejamos las bicis en Frankfurter Tor y seguimos a pie, porque en metro deberíamos hacer una cantidad absurda de transbordos. Tenemos así, además, la ocasión de cruzar de nuevo el puente de Schlesisches Tor, una bizarra construcción civil en gótico de ladrillo que siempre resulta pintoresca, sobre todo cuando por la noche los punkarras celebran sus aquelarres entre sus arcos ojivales.

El Schwarze Traube es un bar de copas pequeñito y oscuro, lleno de humo de tabaco, en el que no proponen ninguna bebida concreta, pero sí todas las inconcretas. En lugar de escoger de una carta, uno debe describir lo que le gustaría tomar. Es un ejercicio de comunicación poética aplicada a fines concretos; un ejercicio arriesgado, porque luego uno se debe beber lo que le pongan.

Dispuesto a jugar el juego de las correspondencias, y a comprobar por métodos pseudocientíficos la bebida que mejor me cuadra, he llevado una muestra impresa en Lumos, el tipo de letra que, según me reveló hace unas semanas un test en línea, representa sintéticamente mi personalidad. El maestro cocktelero es un individuo flaco, de aire avispado. Nos ha hecho esperar porque estaban entrevistándolo para una revista de tendencias. Lleva el cráneo rapado, va vestido de negro y trae un cuadernito en la mano. Se sienta enfrente de nosotros, en un sofá rococó. «Me gustaría beber algo que corresponda con esta tipografía», le digo, al tiempo que le enseño el papelito con la muestra. Él lo mira y remira durante unos segundos. Por un momento pensé que me mandaría al cuerno, o me preguntaría si no puedo pedir una Mahou como todo el mundo, pero el caso es que cuando levanta la vista del papel dice:

—Entiendo que quiere algo anguloso aunque evanescente, masculino pero al mismo tiempo un poco excéntrico. Creo que partiré de la receta de un manhattan, pero mezclaré dos tipos de whisky diferentes, uno de ellos ligeramente ahumado; añadiré jarabe amargo y quizá algún toque afrutado, con esencia o corteza de naranja. Todo ello mezclado con hielo y servido sin hielo. ¿Le parece?

Me parece fenómeno, y la propuesta guarda un parecido sobrenatural con lo que habría descrito si no hubiera decidido ser tan elíptico. Recuerdo haber pensado conscientemente en pedir algo que fuera como Cointreau pero con más estilo y gravitas. A Rafa le sirven un brebaje polar y al mismo tiempo tropical, que entre otras cosas contiene sirope de tónica y especias. Salgo de allí con la sensación de haber pasado una velada en el salón de fumar de Des Esseintes, sensación que a esas horas amplifican sinestéticamente las arcadas del puente de Schlesisches Tor.