Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 5 de octubre de 2014

El señor D. constituye un episodio pintoresco de la historia del hispanismo belga y vive en un zaquizamí de la rue Longue, calle sin comercios y sin jardines, como tantas en esta provincia del abandono. La casa fue muchos años propiedad suya, pero la vendió a sus inquilinos, reservándose el entresuelo en alquiler; con el tiempo se han agriado las relaciones: el propietario ha colgado en el recibidor los cuadros absurdos que pinta en vacaciones, se ha convertido al Islam, descuida el mantenimiento del jardín y en general ningunea al señor D., al que se le meten en casa unas babosas negras, pequeñas y duras que se agarran al suelo y sólo se pueden matar si se las observa con lupa y se les corta la cabeza.

El señor D. se llama Roger y tiene patillas de chuleta. Se enseñó a sí mismo español con el método Assimil, y escribió una de las primeras tesinas de tema hispánico que se presentaron en la universidad de L***. Se trataba de un trabajo relativo a San Juan de la Cruz, que amplió más tarde en su tesis de doctorado, terciando en la polémica sobre la génesis del Cántico espiritual. La tesis recibió elogios de Jorge Guillén o de Marcel Bataillon, pero fue desdeñada por los especialistas en el místico. Años después estudió la obra de Ramón J. Sender, pero abandonó el empeño al considerar que el novelista habría podido evitar la muerte de su mujer durante la guerra. «Si nos vamos a poner así, no escribimos sobre nada», querría haberle dicho, pero el señor D. no le deja hablar a uno.

Viajó a Madrid con una beca de ampliación de estudios y fue chófer oficioso de Dámaso Alonso. Al parecer, éste le preguntaba cómo se decía en francés el nombre de cada uno de los accesorios del coche: el pivote de seguridad de la puerta, el limpiaparabrisas, la manivela de la ventanilla, etcétera. Debían de ser diálogos como de Tip y Coll, de dos personas que enseguida aceptan que no tienen nada que decirse. Trató también algo a Buero Vallejo, «un señor muy digno» al que visitó dos veces en su piso del barrio de Salamanca. Trabajó algo en secundaria, acabó la tesis a trancas y barrancas y sin mucha convicción asumió la segunda cátedra de español en su alma mater. La primera la ocupaba su maestro y su némesis, Jules H.

Este Jules fue el auténtico impulsor del hispanismo valón, una disciplina que había dado sus primeros pasos, trastabilleantes y erráticos, poco después de la primera guerra mundial, cuando el gobierno belga quiso recompensar a Ricardo Aznar Casanova por la ayuda que había prestado durante la ocupación alemana y le concedió un sueldo en esta institución jesuítica que, literalmente traducida, significa «universidad de corcho». No es probable que el señor Aznar Casanova se desplazase a menudo hasta ella para impartir las clases honoríficas. Casualmente poseo un ejemplar del volumen de artículos que publicó sobre las tradiciones belgas, dedicado de su puño al doctor Marañón. En un viejo diccionario biográfico encuentro una breve noticia de su vida, que contradice en varios puntos esenciales lo que el señor D. me dijo de él: «M. R. Aznar Casanova apporte, dans son enseignement à nos jeunes gens, à travers un cours savamment donné, toutes les traditions de sa noble terre natale. Très actif, il participe à l’organisation de Congrès internationaux, publie des ouvrages d'enseignement ainsi que des traductions, notamment des œuvres de Vivès, le célèbre humaniste. Chroniqueur apprécié, il collabore heureusement à des nombreuses revues belges et étrangères». Es una nota necrológica, que por el tono se diría redactada por el propio interfecto en un momento de previsión y egolatría.

Le sucedió, como queda dicho, Jules H., «don Julio», filólogo eminente que polemizó con Menéndez Pidal, y uno supone que había que tenerlos bastante cuadrados para polemizar con Menéndez Pidal. Ahora bien, como pedagogo su eminencia era de signo negativo. Parece que el primer día de clase explicaba algo de fonética española, el segundo repartía una tabla de conjugaciones y el tercero se adentraba decididamente en el comentario filológico de romances medievales. Don Julio tenía un hijo, Jacques, que quería estudiar matemáticas o educación física, pero como las cátedras eran aún, en aquella época, bienes patrimoniales, lo metieron en Románicas y le dieron el puesto del padre, el cual murió prematuramente, como suele decirse de manera un tanto absurda. El chico siguió el mismo método —tabla de conjugaciones y disquisiciones etimológicas, línea a línea—, con el resultado de que los estudiantes huían del español como de la peste. El español —se murmuraba entonces en los pasillos de la facultad— era «l’homme malade», lo que condujo a que el otro profesor, el señor D., se pusiera efectivamente enfermo y tuviera que pedir la jubilación anticipada. Al hijo de don Julio lo hicieron más adelante bibliotecario y fue muy feliz.

En los días posteriores a nuestro encuentro la casualidad me ha concedido la ocasión de hablar con dos antiguos alumnos del señor D. Ambos coinciden plenamente en su testimonio. En lugar de explicar las conjugaciones y comentar las variantes de Gerineldos, Roger distribuía tiras de Mafalda y hacía estudiar el Méthode 90, que era un sucedáneo de Assimil. Con él, tampoco aprendió nunca nadie nada.

Tras dos horas de conversación —que culminaban, no se olvide, varios meses de acoso telefónico a todas las personas directa, indirecta o remotamente implicadas en la enseñanza de español de nuestro departamento—, Roger me confiesa que ha decidido no deshacer en vida su biblioteca, pero ya que estoy allí me la enseñará de todos modos. En el dormitorio tiene un par de baldas de literatura española, algunas guías de viaje, antologías de viñetas de Forges, el primer tomo de un diccionario del siglo XVIII que le regaló un colega creyendo que tenía algún valor científico. En el comedor hay una estantería con autores del boom, y algo —poco— de bibliografía secundaria. En el sótano se pudren alegremente los libros sobre San Juan, junto con docenas de periódicos atrasados, algunos tebeos francobelgas y el proceso de beatificación de Santa Teresa. «Esto de Santa Teresa quizá le interese a la biblioteca de la universidad», me dice mi prehistórico colega. Asiento por cortesía, anticipando con regocijo la cara que pondrá algún día nuestra bibliotecaria. En el garaje tiene Roger un armario de cocina que contiene ediciones de Cátedra y Austral, novelas de kiosco y libros sobre Sender, Aragón y la guerra civil. En un archivador desportillado aparecen todavía algunos números de La Codorniz; me regala uno y dice que no quiere hojearlo porque si lo hiciera no podría desprenderse de él.

Dice Baroja en Las veladas del chalet gris que un tipo literario puede ser muy divertido, pero en la vida real es un pelmazo. Es verdad. Pero la vida del pelmazo también suele tener, más que la de los tipos reservados y decorosos, una trastienda trágica. Esta semana, sin ir más lejos, Roger D. se ha fracturado el esternón en un accidente de tráfico (necesita el coche para los trámites más cotidianos, porque su calle es muy empinada). Está también bregando con un cáncer de próstata, que le tratan con hormonas, después de haber superado uno de colon. Dos hijos suyos murieron a edad temprana: uno a consecuencia de una enfermedad mental que lo llevó primero a la escuela de Bellas Artes, luego a la locura y finalmente a la consunción; otro a consecuencia de una indigestión de espaguetis. Le quedan dos más en Bélgica, con los que apenas se trata. Desde hace veinte años, Roger pasa la mayor parte del año en Perú, donde tiene un hijo más, adolescente. «Nos llevamos muy mal —se lamenta—; es un error tener hijos siendo ya un anciano». Al menos esa otra vida transatlántica lo salva de la desolación del sótano belga, con las babosas incombustibles, la mesilla de noche desbordada de medicamentos, el aire enrarecido, el coche siniestrado y el casero intratable. Pero también podría ser que Perú fuera un refugio imaginario, y que durante meses hibernase arrebujado en una manta, sentado en la misma mecedora en la que me recibió el lunes pasado, considerando la geografía de Cuzco como su admirado místico consideraba el misterio de la unión hipostática cuando estaba preso en Medina.

En el garaje, frente a los libros sobre Aragón, hay una estatua de una muchacha desnuda que apoya en la cadera un ramo de flores. Es una de esas obras de arte que, de forma misteriosa e inmediata, sabemos copiadas de un modelo real, aunque la copia sea algo burda. La pose y la sonrisa resultan casi descocadas. El haber sido esculpida en piedra y no en mármol, a tamaño natural, le añade una calidez desasosegante. Data seguramente del 1900, y Roger la rescató de una casa de Outremeuse que estaba siendo reformada sin contemplaciones. Luego estuvo durante años en el recibidor de la rue Longue, pero al cambiar la titularidad del inmueble el nuevo propietario —de profesión islámica, como se recordará— le echó por encima una sábana bajera. La estatua cobró un aspecto fantasmal y asustaba a las visitas, así que Roger la hizo trasladar al garaje. Si Roger me diera a elegir, no me llevaría ninguno de los libros de su biblioteca, sino esa estatua de ojos saltones y sonrisa frescachona.