Cuando Kathleen propuso encontrarnos en Ruán antes de que saliera para Australia parecía una buena idea. Luego resultó que el plan era un huerto de medianas dimensiones, porque no había modo material de llegar allí el viernes si sólo podía salir después mi clase de las cuatro, y porque de todos modos había olvidado que ese mismo viernes tenía una cena de jubilación que ya había pagado y a la que habría sido descortés dejar de ir. Y, no sé por qué, desde que vivo en Valonia he empezado a darle una importancia creciente a virtudes tan blandas y poco teologales como la cortesía, la integridad o la decencia. El caso es que al final fui a la cena, dormí un par de horas en un hotel abominable cercano a la estación, cogí el tren de las 5:51 y pasé el fin de semana en Ruán. Y después de todo fue una buena idea.
Nada más entrar en la estación los doce años transcurridos se desvanecieron, y la cabeza se me inundó de recuerdos de una precisión inquietante. Podía reconstruir al milímetro todo lo que hice la primera vez que llegué allí: acercarme al kiosco de prensa, buscar «barato» en mi diccionario Vox de bolsillo, pedir una tarjeta para el teléfono público («la meilleure marchée», añadí, como un burro flautista al que le saliera una melodía de Schumann), llamar al director del instituto en el que iba a trabajar y ponerme a esperar junto a la puerta con un cartel en el que había escrito «Álvaro c’est moi». Enfrente de la estación siguen estando las oficinas de la Caisse d’Épargne, y recuerdo en detalle qué le dijo Géraldine a la cajera cuando me acompañó a abrir una cuenta, lo que resulta todavía más extraño si se piensa que teóricamente yo no entendía aún el francés. Junto a la caja de ahorros sigue habiendo una floristería y un establecimiento de lavado en seco: la floristería está igual que entonces, pero en el tinte han modernizado el rótulo y la estación de planchado.
—Dos calles más allá —le explico a Kathleen— está la cabina telefónica desde la que te llamaba a Göttingen, allá está la biblioteca a la que iba todos los sábados, aquí había un cibercafé, Manuel vivía al final de esta calle, en esta farmacia me vendieron una barra de cacao por tres euros y me pareció carísimo, en este bar me enseñaste a contar en alemán, acullá se podía comprar un bocadillo y un refresco por 3,50, desde aquella ventana tiró Sarah su teléfono móvil después de un ataque de celos de su novio, esta oficina de correos tenía a la entrada un minitel y desde ella mandé a España veinte kilos de libros por 32 euros.
Kathleen me mira boquiabierta y cita —lleva años queriendo hacerlo— de La invasión de los ultracuerpos:
—¡¿Quién eres tú y que has hecho con mi marido?!
Yo mismo estoy deslumbrado por este superpoder. Me detengo delante de una mercería de la rue du Gros Horloge: recuerdo lo que compré allí, lo que me dijo el tendero y la música del hilo musical que sonaba en el restaurante de al lado. Con un trote reflejo los pies me conducen a la librería Le Rêve de l’Escalier, donde, a pesar de que la han reformado tirando algún tabique, puedo decir con exactitud dónde están casi todas las secciones, y me agacho para ver si entre los libros extranjeros sigue La casa de la Troya, que entonces me pareció caro y sólo leí años más tarde en una edición de Porrúa; la novela de Pérez Lugín voló —¿quién la compraría?—, pero me llevo por ocho euros un ejemplar intacto de la Crítica profana de Julio Casares.
Sólo hay algo que ni Kathleen ni yo recordábamos, y es todo lo agradable y pintoresca que resulta Ruán. Después de comentarlo varias veces entre nosotros, llegamos a la conclusión de que el hecho de vivir en Bélgica francófona nos había llevado a «valonizar» nuestro recuerdo de Francia. No me explico por qué no dediqué una hora a dibujar la maravillosa casa que alberga el Museo de la Educación, ni a hacer el recuento de las estatuas del Palacio de Justicia, ni a observar los diablos esculpidos en las arquivoltas de la iglesia de Saint Maclou.
Nos tomamos algo de tiempo para recorrer el atrio homónimo, porque hace poco leí sobre él como ejemplo señalado en la historia de las danzas de la muerte, lo que me extrañó porque no tenía conciencia de haber visto allí ninguna cuando lo visité en 2002. El atrio es el patio en el que los normandos hacinaron a los muertos de la peste de 1348; más adelante se cavaron fosas comunes, y cuando los huesos estaban mondos los apilaban en el desván de tejavana de las naves que conforman el recinto. Las vigas del atrio presentan, en talla, calaveras, huesos, picos y palas, todo ello en perfecto estado de conservación. En cambio, las columnas de piedra que sustentan el piso superior están muy deterioradas. Y es en cada una de ellas —como nos revela un panel explicativo— donde la Muerte sacaba a bailar a los representantes de los distintos estados civiles y eclesiásticos. Como era habitual en esas alegorías, las figuras estaban ordenadas conforme a su relevancia social —del juglar al emperador, del ermitaño al papa—, y contemplaba tantos estados civiles como eclesiásticos. «Los relieves —prosigue el panel— fueron destruidos con saña en el siglo XVI durante la ocupación de los hugonotes». Por más que la iconoclastia se dirigiera contra los católicos, la auténtica víctima fue la Muerte, ejecutada en efigie veinte veces en el sancta sanctorum de su propio culto.
Entramos en O’Kallaghan’s, el pub en el que los asistentes teníamos nuestra tertulia. No son las seis de la tarde, pero ya empiezan a reunirse en él los primeros expatriados. Resulta inevitable vernos desdoblados en algunos de los clientes, y esta variante sutil de la autoscopia tiene un efecto perturbador e incómodo, como siempre que vemos a otras personas encarnar situaciones que nos parecieron irrepetibles y exclusivas. Esta contigüidad de asistentes de distintas épocas me trae a la cabeza Nu descendant un escalier: al igual que O’Kallaghan’s, el cuadro de Duchamp contiene una serie de elementos que, por separado, parecen dotados de una peculiaridad sustantiva, pero que al yuxtaponerse se revelan como fases de un movimiento que reenvía a una narrativa de otro orden.
Desde el pub vuelvo mentalmente al atrio de Saint Maclou, y pienso que nos propone una sobrecogedora alegoría de la vida. Nuestros tatarabuelos medievales fueron demasiado conscientes de que todo se cifraba en conformarse con la columna que a uno le correspondía —ribaldo, escolar, arcediano—, en una estampida guiada por la Muerte. Al arrasar a golpe de uñeta esa representación dejaron un mensaje cifrado a las generaciones venideras, una fórmula para que quienes sobrevivieran a la peste y a la guerra pudieran retomar sus vidas sin caer en un pirronismo paralizante. El atrio de Saint Maclou objetiva ese espacio subjetivo que es el presente, en el que inhibimos la conciencia de ser piezas en un ajedrez desquiciado. En él —en el atrio, en el presente— desmochamos la muerte y seguimos a lo nuestro con alegre cinismo, sobre los huesos de millones de apestados que nos precedieron en esa misma actitud insensata y al mismo tiempo necesaria. Esa ha sido la tónica de este fin de semana normando, en el que también vimos a Iria y a Julien, a Ángel y Hélène, a sus hijas Danaë y Salomé, y pasamos treinta horas comiendo como si la fondue o el codillo pudieran dar sentido a la existencia. Y en cierto modo yo creo que se lo dan.