Ayer asistí a un debate titulado «Auto-socio-análisis literario», en el que intervinieron Didier Eribon y Édouard Louis. Al menos esos fueron los nombres con los que los presentaron, pero sus disfraces eran tan defectuosos que no costaba nada reconocer en el primero a Muñoz Molina sin barba, y en el segundo a un Bernard Quiriny oxigenado. El aula Grand Physique estaba llena de estudiantes, muchos de ellos con libretas de papel pautado, que extrañamente estaban siempre abiertas por las primeras páginas: son esas libretas Moleskine de los buenos propósitos, que se compran para llenarlas de ideas geniales y luego se extravían o se olvidan en un cajón.
Eribon es sociólogo y filósofo, y ha escrito recientemente una novela que, si no entiendo mal, viene a ser como su Bal des célibataires. Édouard Louis se apellidaba originalmente Bellegueule (algo así como «jetamona», o «bonitodecara»), pero nada más salir del instituto se cambió el apellido y escribió una novela avasalladora titulada Para acabar con Eddy Bellegueule. Tiene una fraseología titubeante pero al mismo tiempo vehemente. Cuando no está hablando hace fotos del público con su teléfono, o bebe agua hasta agotar las botellas de todos los intervinientes. La homosexualidad lo sacó de los raíles por los que debía transcurrir su vida, le dio un motivo para escapar y lo convirtió en un tránsfuga social.
Para animar la conversación se les lanzan unas citas de Barthes y de Bourdieu sobre la aportación de la literatura al conocimiento científico de la realidad social. Eribon cuenta que Bourdieu le dio a leer el borrador de su Autoanálisis de un sociólogo, lamentando haberse plegado a la retórica académica y no haber explorado estilos más literarios. Pero incluso en esa última obra se sentía cohibido y temía abandonarse a la instrospección: «no puedo —decía Bourdieu—, no soy Jean Genet; y además, ¿qué dirían los colegas?»
—No sé por qué le preocupaba lo que dijeran sus colegas —prosigue Eribon—, pues no paraba de decir que eran todos unos gilipollas.
Ya desde el principio Édouard Louis me parece más fino que Éribon, a pesar de que éste tiene décadas de trabajo académico a sus espaldas. Dice Louis que él cuando va a una librería no ve que la literatura tenga nada de científico: «basta con hojear todas esas malas novelas que se venden». Y luego —añade, pensando seguramente en Flaubert o en Annie Ernaux—, cosas que nos parecen de una gran sutileza sociológica no nos lo parecerían si no hubiéramos leído obras de protocolo analítico.
Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, dedican cinco minutos a descuartizar El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty. Primero habla Eribon: «Dice mucho sobre el estado de la izquierda actual que haya saludado con tanta alegría un libro escrito desde la meritocracia». Louis toma el relevo:
—Cuando abro el libro de Piketty, me hiere personalmente. ¡¿Cómo puede hablar de «desigualdades justas»?! Mi madre merece más su sueldo que él, que se pasa el día sentado.
Risas en el público. Continúan hablando sobre cómo se puede escribir en la lengua del enemigo. Del enemigo de clase, por supuesto. Yo querría preguntar si el mero hecho de escribir no es ya una forma de participar de manera celebratoria en la cultura de una clase social, pero me contengo, porque ya he agotado mi cupo semanal de ridículo. Y estamos a martes. Louis dice que también la lengua de la infancia fue para él la lengua del enemigo, y que en determinado momento la lengua de la burguesía lo liberó, descubriéndole que no era un maricón, un sarasa y un lolailo, sino un homosexual —que es, se entiende, otra cosa más compleja y estimable, con su historia y con sus héroes—. Por ello, Louis asume con una alegría extraña, pero razonada, lo que otros llamarían alta cultura, o cultura de élite:
—Intenté sacar de la indigencia intelectual a mis hermanos pequeños, los llevaba a ver películas de Godard, y cosas así, y la reacción fue hostil y contraproductiva. Es una pena, porque a fin de cuentas, si te gusta Godard también te puede gustar Rihanna, pero si te gusta Rihanna no te puede gustar Godard.
Hombre, yo creo que si te gusta Rihanna te puede gustar cualquier cosa, incluido Godard, pero aquí me tengo que limitar a transcribir lo que se dijo. Además, con la mercadotecnia y la postproducción actuales se podría conseguir fácilmente que Godard tuviera la voz y el palmito de Rihanna, lo que simplificaría mucho la sociología de los bienes culturales. El jovencísimo novelista concluye:
—Mis hermanos no tenían la voluntad de ir a ninguna parte. Lo que deberíamos plantearnos es cómo crear las condiciones de emergencia de una voluntad de salir de la clase baja.
Alguien en el público pregunta por qué sólo hablan de la cultura popular en términos negativos.
—Cuando hablo de «salir» de la clase baja —responde Louis—, de «sacar» a mis hermanos, me refiero a salir o sacarlos de la precariedad, de la homofobia, de la violencia, de una esperanza de vida veinte años más baja que la del resto de la población.
—Claro —añade Eribon—, es que si uno construye la cultura popular como un objeto de estudio etnológico, un poco a la manera de Hoggart, parece estupenda, pero en la vida real no siempre es tan fantástica, sobre todo desde que hace unas décadas desapareció la cultura sindical (que, por otra parte, tampoco era toda la cultura proletaria). El caso es que Édouard y yo hemos recibido centenares, millares de e-mails y de mensajes de gente que nos dice «gracias a usted ahora comprendo algo».
Louis abre la cuarta botella de agua mientras lo confirma:
—Antes yo era militante del PC, y me siento más útil ahora respondiendo e-mails.
Una estudiante pregunta quiénes son esas personas que les escriben, y la respuesta de Louis es bastante chusca:
—La verdad es que a veces te escribe una cincuentona heterosexual del 7º arrondissement diciendo que se identifica perfectamente con tu protagonista... ¡que es un adolescente homosexual de los suburbios! Son cosas que no se entienden, pero así y todo se ve que el libro les da un marco en el que interpretar sus vidas.
Escribo esto al día siguiente, esperando que me traigan el calabacín a la parrilla que he pedido en Le Pain Quotidien. En esto, surge a mi lado una sombra siniestra:
—¿Es posible que usted sea el Señor Ceballos? ¡No lo recordaba tan joven!
¡Cielos, es Roger D. en carne y hueso! Sobre todo en hueso. Ya le han reparado el coche y puede bajar con comodidad al centro. «Qué alegría», digo, sin demasiado énfasis. Ah, no tanta, no tanta: Roger está algo fastidiado porque no consigue dar con algunos de sus viejos colegas.
—¿No ha visto al señor Klinkenberg? No hago más que llamarlo al fijo, pero aparentemente nunca está en su casa. Le pedí al señor Dubois su número de celular, pero no me lo quiso dar, ignoro el motivo. ¿No lo tendrá usted, casualmente?
Pues no lo tengo, no, pero hace un cuarto de hora he visto a Klinkenberg salir corriendo de la facultad, y casi empiezo a figurarme de qué huía. Mientras tanto, ya han traído mi calabacín; Roger ha tomado asiento al otro lado de la mesa y vuelve a construir castillos en el aire con los cuatro libros de su biblioteca.