Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Los jueves tengo clase a las ocho. Nunca deja de maravillarme que vengan estudiantes, sabiendo que muchos viven en pueblos remotos, hundidos en las Ardenas o en el Brabante valón, y tienen que levantarse cuando aún es noche cerrada para tomar un autobús fantasma que los lleve a la universidad. Llegan allí despeinados, ojerosos, con cara de desenterrados. Su presencia en el aula me halaga; siempre comienzo dándoles las gracias y haciendo alguna broma.

—Empecemos comentando un poema ultraísta. Si eso no nos despierta, nada lo hará.

Los estudiantes me siguen el juego dóciles, quizá sonámbulos, y cuando llega la pausa se animan y bajan a la cafetería, algo entumecidos, a comprar un espresso doppio.

Pues bien, resulta que el miércoles pasado salía yo de la facultad a última hora y, no bien había dado veinte o treinta pasos, me topé con una de las estudiantes de esa clase tempranera. Se trataba de una pelirroja gestera y algo gansípida a la que he tenido ya en otros cursos. Anduve con ella un trecho, manteniendo una conversación de ascensor, hasta que de repente desapareció por una alcantarilla.

En un primer momento creí que era una alcantarilla, pero resultó ser la puerta de entrada de un edificio de apartamentos semiabandonado. Rompiendo mi natural discreción no pude dejar de preguntarle si vivía allí.

—No —respondió la pelirroja—, quien vive aquí es mi novio. Lo que pasa es que, como los jueves empezamos tan temprano, me vengo a dormir aquí.

Se hizo entonces la luz en mi entendimiento, y comprendí por qué tantos jóvenes estaban dispuestos a acudir a horas intempestivas a oírme hablar de escritores papirófagos y disléxicos, de sainetes dialectales y novelas metanarrativas. ¡Mi curso era una mera coartada del amor y del vicio!

No ocultaré que con esta revelación mi amor propio sufrió desperfectos de regular importancia, pero la decepción se vería compensada un par de días después, cuando la misma estudiante y una amiga suya me regalasen una taza que tenía impreso un bigote borgoñón. Es que poco antes les había dado una versión abreviada de mi célebre discurso sobre bigotes y literatura. La taza me enorgullece y me sugiere otra lectura de los mismos hechos: quizá en el ron con cola, los arrumacos y la sesión golfa no deba ver enemigos, sino aliados: el reclamo con el que atraer a los jóvenes poco precavidos hacia las viscosas redes de la historia literaria. Para ponerme a tono —me digo— el año que viene daré La Celestina.