Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 30 de diciembre de 2014

—En España no somos más de seis mil lectores.

Patricio habla de lectores de novelas, o de lectores frecuentes, que son también los que leen la prensa cultural. La revista que dirige otro amigo nuestro está vendiendo entre 3.000 y 4.000 ejemplares al mes. Recuerdo haber leído a historiadores de la literatura que cifran en diez mil el número de lectores de novela en volumen a principios del siglo XX. Habría habido un retroceso neto y palpable, que concuerda con lo que veo estos días en las inverecundas respuestas de mis estudiantes de 1º a los cuestionarios sobre hábitos de lectura.

Es verdad que los lectores de literatura a través de prensa periódica o de medios de masas eran y siguen siendo muchos, pues, aunque ya no hay folletines, quedan las crónicas y los artículos de costumbres. Pero mis estudiantes ni siquiera tienen tiempo para eso, ocupados como están en la actualización de sus perfiles y de sus estados. «Eso también es una forma de lectura», suele decirse. Sí, pero cincuenta mil tuits no hacen una novela.

Es lunes y el restaurante venezolano en el que solemos cenar está cerrado. Mientras buscamos un sitio en donde meternos Giselle me cuenta que está editando la traducción castellana de un libro de David Shields que trata, precisamente, de la defección de los lectores de la novela contemporánea. Es un libro compuesto exclusivamente de citas, un reducción al absurdo de lo que para muchos parece ser el ideal de la escritura académica en ciencias humanas. No es un berrinche al uso sobre el fin de la novela, como el de Luis Goytisolo, ni un pronóstico de Fukuyama literario: Shields habla (o me imagino que habla, a partir de lo que Giselle me cuenta) de un cambio en las relaciones entre ficción y realidad: la novela realista es un género agotado, y los lectores del siglo XXI preferirán textos no ficticios, como las memorias —aun a sabiendas de que toda escritura memorialística tiene mucho de ficción—.

Alguien me dijo que cada vez que aprendemos una palabra nueva la volvemos a encontrar antes de que pasen 24 horas. Es una ley que no siempre se cumple, pero sí el suficiente número de veces como para que uno tenga la impresión de que siempre se cumple. Del mismo modo, la idea de Shields parece perseguirme durante los días siguientes. Me acecha desde uno de los ensayos del último número de esa revista de tres mil lectores : «nadie dispone del tiempo que exige la lectura de una novela», «la “ficción pura” es un modelo de narrar obsoleto», «[f]uera de la narrativa comercial o la subgenérica (novela negra, histórica, etc.) no hay literatura sino metaliteratura». Me asalta desde el último editorial de la revista de La Central: «el dique que separaba el “decir la verdad” frente al “contar fabulaciones” se ha roto por ambos costados. Para muchos escritores actuales, algunas fórmulas literarias estarían agotadas». La misma idea me aguardaba emboscada en el penúltimo número de Letras libres, en donde Javier Cercas parece que está diciendo lo contrario que Shield cuando afirma precisamente el vigor del paradigma decimonónico, pero en realidad dice lo mismo, pues enfatiza todas las cosas que la novela puede ser además de una ficción verosímil.

La novela es un malentendido histórico. De no haber existido ciertos poemas castellanos en octosílabos la novela se habría llamado «romance» o «román», igual que sus equivalentes europeos, lo que vale tanto como decir «narración en lengua vernácula». La novela no era nada, «era una mierda» que se lo tragaba todo, dice Cercas, «una especie de cocido» que yo me imagino devorando marquesinas, centros comerciales y autobuses escolares como el monstruo de lava que aparece en el final apocalíptico de La trampa diabólica, la aventura transtemporal de Blake y Mortimer. Pero con tropezones de tocino. Cincuenta mil tuits no son una novela, pero una novela sí pueden ser cincuenta mil tuits. Si negásemos quinientos años de historia literaria, la novela podría ser una entrevista, una investigación, una biografía y aun una correspondencia. Una correspondencia, ciertamente, particular.