Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 5 de enero de 2015

Pasan de las doce de la noche y nuestro sobrino Tristán —sonámbulo perdido— está copiando en una falsilla letras del alifato rasí. Estamos en el comedor de la casa de Molledo, y mi hermano Nacho nos ha dado la versión exprés del seminario sobre aljamías que impartió hace unas semanas en la Fundación Menéndez Pidal.

—Esto es la UIMP —digo—: la «Universidad Internacional Molledo-Portolín».

Portolín es la fábrica de hilaturas que había a la entrada del pueblo. Una copla montañesa que cantamos mucho en mi familia dice «es tanta la virulencia / que lleva el ferrocarril / que se planta en hora y media / de Molledo a Portolín».

Las aljamías hebreas serían la primera parte de un fin de semana de estudios hispánicos que para Kathleen ha revestido una intensidad especial, pues de paso le hemos enseñado a jugar al mus:

—Los reyes valen 10 puntos, como las demás figuras, pero los treses valen lo mismo que los reyes, por lo que los llamamos «cerdos», y los doses y ases son los «pitos», que también valen lo mismo.

Kathleen se pregunta, algo impaciente, por qué no imprimen una baraja especial para este juego, pero en la primera mano quita el mus y nos pega una tunda que nos deja temblando.

El domingo por la mañana bajamos a Silió para ver la Vijanera. Es una de esas mascaradas de año nuevo tradicionales que se celebran entre el solsticio de invierno y la Semana Santa, de las cuales los carnavales sólo son las más conocidas. Los disfraces más abundantes de la Vijanera son los llamados zarramacos, la encarnación local de esos personajes cargados de cencerros que constituyen «[l]’acteur le plus universel des carnavals de l’espace euro-méditerranéen», según leo en un catálogo de exposición titulado Le monde à l’envers. El ruido de los campanos es atronador y creo verosímil que puedan ponerlo a uno en estado de trance; oído de lejos recuerda el sonido, hoy ya infrecuente, de los rebaños de vacas que salen de la cuadra en las mañanas de invierno. 

Los danzarines blancos representan la primavera y abren la comitiva. Les sigue un personaje con falda-caballo, supuesto mediador entre el mundo de los vivos y el de los muertos, aunque en otras regiones es evidente su dimensión fálica. La simbología sexual, inevitable en los carnavales, me parece que aquí está representada por los trapajeros, unos personajes disfrazados con parches y retales; los trapajeros blanden unos zorros de tela que embadurnan en charcos y boñigas, y que luego restriegan por la cara de las mujeres.

Los disfraces más impresionantes son, desde luego, los de los trapajones, seres vegetales sacados de un Barrio Sésamo surrealista y pagano que, como avanzan más lentamente que los trapajeros y los zarramacos, se quedan rezagados y son rodeados por el público. A un niño le quieren sacar una foto con un trapajón espléndido, cubierto de arriba abajo con hojas de magnolio. El niño, a pesar de que ya es talludito, da gritos y trata de escabullirse.

—¡No tengas miedo, que es tu primo!

Algo había leído sobre estas máscaras, pero lo que no esperaba es que en la Vijanera hubiera también una novia travestida y el parto de un engendro, desórdenes ambos bien conocidos de los etnólogos de toda Europa. En «la raya», un lugar que marca el linde del pueblo, se escenifica la defensa del territorio, y más tarde se leen coplas que hacen un repaso satírico del año, y que acaban dando vivas a Cantabria y a Silió.

La Vijanera termina con la muerte ritual del oso en la plaza de la iglesia. Luego, las máscaras se van al bar a rehidratarse, porque llevan seis horas sudando bajo los disfraces y el día estaba como para ir en camiseta. Mientras tanto, un hombre disfrazado de cerda se pasea y da chanzas a las muchachas.

—Toca, niñuca, toca —dice, refiriéndose a las seis tetillas que lleva, enhiestas, en el vientre—; toca, ¡ya verás qué gusto da!

A las chiquillas lo que les da es la risa floja. Minutos después la cerda juega un papel destacado en una suerte de parodia del propio carnaval, o de su clímax, que es la muerte del oso: una comparsa de máscaras rodea a la cerda, la degüella, la asa y hace con ella chorizos, que quedan colgados en un cordel en medio de la plaza. Cada chorizo lleva un rótulo en cartulina: «Matas», «Arenas», «Bárcenas», «Monago»... Los matarifes cantan: «vamos a ver si podemos / a esos chorizos colgar».El fantasma de la revuelta agraria se cuela en la mojiganga. Si la revolución es una inversión del orden social, una nueva era, un carnaval en serio, el carnaval es una revolución en broma, con un Dantón de helechos, un Robespierre de paja y un Marat de garabojos.