Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 11 de abril de 2015

Estuve trabajando el Viernes Santo hasta cerca de la medianoche, y cuando ya no quedaba prácticamente nada de la Semana Santa nos dieron las vacaciones de Semana Santa. El sábado me reuní con Kathleen en Hamburgo para celebrar el cumpleaños de su hermana, y luego habíamos acordado pasar tres días en Málaga para recuperar la cordura y quitarnos ese color de langostino a medio descongelar que da el invierno belga.

En el aeropuerto tuvimos la cada vez más frecuente trifulca del suplemento de equipaje. Ya hasta aerolíneas serias como British Airways han perdido el rubor y les cobran las maletas a sus pasajeros: el recargo es moderado si has leído la letra pequeña y facturas por anticipado a través de la página web de la compañía, y disparatado si no eres un globe-trotter y la cosa te pilla de nuevas. Vueling, que es la compañía que hace el trayecto Hamburgo-Málaga, cobra por las maletas, por elegir asiento y por los centímetros extra de los asientos de emergencia. Obviamente nosotros habíamos intentado facturar las maletas por internet la noche anterior, pero Kathleen no recordaba su contraseña de Paypal; quiso volver a la página precedente para pagar con tarjeta y el interfaz se quedó colgado; desde entonces, la página de nuestra reserva incluía las dos maletas pero por algún motivo no nos permitía completar el pago.

«Qué le vamos a hacer, ya se lo explicaremos mañana en el aeropuerto», dije ingenuamente. Y luego dicen que la edad da sabiduría. En el mostrador de check-in una azafata cogió nuestras maletas, nos dio las tarjetas de embarque y nos envió derechos al mostrador de atención al público. Allí, una becaria a la que habían dejado sola ante el peligro nos explicó en un alemán aproximativo que nuestra única opción era pagar casi el cuádruple de lo que habríamos debido pagar si hubiéramos completado el pago en línea.

La gente que dice que Kathleen es muy dulce nunca le ha cobrado un recargo de equipaje. Traté de contenerla, pero no pude evitar que mutilase atrozmente a dos azafatas y que se comiese una de esas máquinas de autocheckin que nunca reconocen el número de reserva. Cuando los antidisturbios estaban ya sacando nuestras maletas de la bodega del Boeing, le entregué a la becaria mi tarjeta de crédito y le juré a Kathleen que no descansaría hasta que los directivos de Vueling nos pidieran clemencia de rodillas. 
Kathleen aún humeaba cuando desembarcamos en Málaga. Nos metimos en un taxi y dijimos con desenvoltura el nombre de nuestro hotel. El taxista arrancó y mantuvo el suspense durante varios segundos antes de preguntarnos dónde estaba. Joder, y yo qué sé dónde está, si supiera dónde está me haría taxista y llevaría a los turistas de un lado para otro.

—Bueno —dijo el taxista con filosofía—, pondremos la maquinola.

La maquinola era el GPS, que me prestó para que escribiera yo la dirección. Cuando se lo devolví me preguntó si sabía cómo funcionaba. Le respondí que literalmente era la primera vez que tenía un GPS en la mano. Luego me giré hacia Kathleen, que tenía el pánico pintado en la cara, y traté de tranquilizarla diciéndole que ahí fuera, en el espacio exterior, había un satélite que sabía adónde queríamos ir y que buscaría para nosotros el camino más rapido y seguro. Cuando casi había conseguido tranquilizarla, el taxista giró 180 grados.

—Me he despiztado un poco —ceceó—, pero enceguida llegamos.

Un minuto después se paró bruscamente en un carril de aceleración para poner de nuevo el GPS, porque como lo había estado toqueteando se había vuelto loco. El taxímetro estaba apagado. «No pasa nada —nos explicó, señalando una cartela compulsada que lleva pegada al parabrisas—, la tarifa es fija». Una voz de mujer inexistente pero absurdamente segura de sí misma daba indicaciones: «siga a la izquierda trescientos metros y póngase a la derecha»; «gire a la derecha, Avenida Velázquez».

—¡A la derecha! ¡A la derecha! —gritó Kathleen.
—¡Yo me bajo! —grité yo.

El taxista pegó un volantazo y entramos derrapando en la avenida Velázquez. Desde entonces, fueron seis ojos los que siguieron el itinerario trazado en la pequeña pantalla del GPS, y seis orejas las que atiendieron a las instrucciones de nuestra guía virtual: «en la próxima rotonda tome la cuarta salida, Guadalmar». Kathleen y yo señalamos la flecha que marcaba la desviación, y la cantamos a voz en cuello: «¡Guadalmar! ¡Guadalmar!». Aun así, al taxista le pilló desprevenido, pero dio marcha atrás en medio de la rotonda y cogió la salida correcta.

—Joé, chicos, perdonar, que es que no cé qué me paza hoy.

Tras pasar tres cuartos de hora dando vueltas, llegamos a nuestro hotel, que tiene un gigantesco letrero luminoso; si fuera mucho más pequeño todavía habría sido visible desde la parada de taxis del aeropuerto, que está a menos de un kilómetro en línea recta. El taxista se deshacía en disculpas.

—Nada, hombre, nada; lo importante es llegar.

En aquel momento lo dije con sinceridad y alivio, porque varias veces temí que no llegásemos, pero visto en retrospectiva tampoco era tan importante llegar o no llegar, ya que en Málaga hacía exactamente el mismo tiempo que en Hamburgo. Lo único por lo que merecía la pena el viaje era por el chiringuito de Servando, que estaba enfrente del hotel, y en el que hacían pescado a la brasa por unos precios ridículos. A lo tonto a lo tonto hemos pasado allí las tres noches y buena parte de sus correspondientes días.

—No hagas tanto ruido al comer —me decía Kathleen—, que la gente está mirando. 

Eran ruidos de placer, como los de Meg Ryan en aquella película. La última noche pedimos una selección de grandes éxitos: almejas al vino blanco, espeto de sardinas a la brasa, jurielitos fritos, conchas finas con limón y unas berenjenas rebozadas con jarabe de remolacha que tiene algo de realidad trascendente, de «cosa en sí» kantiana.

Viendo los despojos de la batalla, los rabos de los boquerones, las valvas de las almejas y las raspas de las sardinas me digo que he contraído una deuda con el Mediterráneo, que ahora deberé emplearme a fondo para hacer que su sacrificio no haya sido en balde: deberé ser mejor persona, poner mejores notas, bajar la tapa del váter y escribir más a menudo mi diario.