Indescriptible frustración: he llegado a Madrid demasiado tarde para comer torrijas, y demasiado pronto para las rosquillas de San Isidro. Lo compensa —un poco— el poder asistir a la exposición temporal de la fundación Mapfre, titulada «El canto del cisne». A partir de los fondos del Musée d’Orsay, la exposición presenta al público una antología de los lienzos que la Académie des beaux-arts admitió a concurso en la segunda mitad del siglo XIX. Esos cuadros que las historias del arte despachan rápidamente como anodinos, repetitivos, vulgares, pomposos, aburguesados, insulsos, acomodaticios y, en definitiva, insultantes para la inteligencia de los espectadores.
Sin embargo, nada más entrar el visitante se da con un desnudo de Ingres que le corta el aliento. Salvando al mencionado Ingres, Courbet, Alma-Tadema y algún otro (¡Moreau!), los nombres de los pintores representados serán hoy desconocidos incluso para los habituales de los museos: Cabanel, Blanc, Meissonier, Guillaumet... A despecho de lo que uno cree que sabe, en esos cuadros hay drama y discurso, perspectivas aéreas audaces, contrastes arriesgados, composiciones estudiadas y una comprensión, una interiorización del paisaje que no tienen las fotografías.
El más complejo es probablemente Los guardacostas galos (1888), de Lecomte de Noüy. Vienen a ser tres cuadros en uno: la esquina superior izquierda es una reedición de Impressions de Manet; el centro es un paisaje simbolista, una naturaleza desatada a lo Caspar David Friedrich; el tercio inferior derecho —donde están los galos propiamente dichos— constituye un testimonio ejemplar de realismo historicista sobre el origen mítico de la nación.
Visito la exposición dos veces: una solo, a media hora del cierre, y otra al día siguiente con Eva, Nacho, Kathleen y Nora. A todos (salvo a Nora, que tiene dos añitos y además anda pachucha) nos embelesa La araña de Léon Comerre (1905), donde la araña es una rubia en escorzo, frescales e impúdica, con una mirada sonriente que Comerre aprendió seguramente en Murillo y en los garitos de Montmartre. Es una representación demasiado fácil de la mujer fatal, probablemente ya algo lúdica —el cuadro es de 1905—, y me arriesgaría a decir que al artista lo que más le interesaba era el alarde técnico de una telaraña que se ve a pesar de no haber sido dibujada, casi como la aguja de la bordadora de Vermeer que obsesionaba a Dalí. El centro de la tela —y de la telaraña— es el ombligo.
Mis cuadros preferidos son La pucelle! de Craig y Les oréades de Bouguereau. El título del primero lleva un signo de exclamación que a Eva no se le escapa. Sobre un borrón ensangrentado se desboca el caballo de la doncella de Orléans, que espanta la mirada —alucinada— en un mikado de lanzas rojas. De lejos, el cuadro se descompone en un estudio de vectores como los de Paul Klee.
Les oréades presenta una escena disparatada con una seriedad que sólo muchos años más tarde recuperaría Dalí: cuarenta y dos mujeres desnudas volando por los aires como si las hubieran disparado con un cañón de confetti. Revisando luego catálogos en casa, descubro que el cuadro de Craig (>1907) y el de Bouguereau (1902) estaban contenidos (en potencia) en una arrebatada y abigarrada alegoría política del polaco Malczewski, pintada a principios de los años 1890, en la que una multitud erizada en lanzas es propulsada mágicamente desde un lienzo que el pintor está pintando dentro del propio cuadro.
¿Era este el arte aburrido que barrieron las vanguardias? ¿Era este el enemigo de los impresionistas, los expresionistas y los nabis? Es verdad que mis cuadros preferidos de la exposición pertenecen ya al siglo XX, pero la Mélodie du soir de Jean Jacques Henner data aproximadamente de 1872. Encontramos allí un cielo pintado con espátula, contornos difuminados, rostros apenas esbozados y un título que dispara el conjunto a través de dos sinestesias consecutivas: la sensación de la tarde es traducida a una melodía y retraducida a lenguaje pictórico. A ver si los cuadraditos de Piet Mondrian saben hacer eso.
Henner es un ejemplo trucado, ya que no fue el artista que más cómodo se sintió en los salones de la Academia; el último cuadro que remitió al finalizar su beca en Roma —la Susana que también acoge la fundación Mapfre— fue desdeñado como «un esbozo», y pocos años después su obra sería elogiada por artistas excluidos de la Academia como Renoir, Degas o Manet. Pero no se trata sólo de Henner: toda la exposición en su conjunto mantiene una llamativa sintonía con el modernismo, ese movimiento literario que pasa por ser una pica hispánica puesta en el Flandes de la modernidad. Mujeres ideales, faunos, pegasos, centauros, náyades, representación mítica y transtemporal de personajes bíblicos, cristianismo tolstoiano, paisajes del alma, reverencia ante las ruinas de la Antigüedad, neoclasicismo impostado... Es el mundo de Prosas profanas pintado con el mismo virtuosismo formal que también se exigía Darío; virtuosismo que admitía una exageración epatante de ciertos contornos y colores, y que incluiría en una fase posterior una simplificación artificiosa.
Esta pintura academicista es más representativa que ninguna otra de los valores artísticos imperantes en la época en la que fue producida, y sin embargo se resiste a las categorías que hoy explican esa misma época. El propio catálogo de la exposición confiesa su desconcierto en numerosos epígrafes interrogativos: «¿sabemos mirar la pintura académica?»; «¿crónica de una decadencia programada?»; «¿un tema olvidado?»; «¿hijos del museo?»; «¿examen o revisión?».
Una clase de primaria visita la exposición y se sienta frente al Persée de Paul-Joseph Blanc. La profesora, de acento porteño, lo hace muy bien:
—¡Fa! ¡Pero qué enoooorme es este cuadro! Va del techo hasta el suelo. ¿A que no cabría en vuestra casa?
La tela representa a Perseo a lomos de Pegaso («no, no es un unicornio», corrige la profe); el héroe tiene en la mano la cabeza de Medusa. «¿Por qué sólo aparece la cabeza de la chica?», pregunta la profesora, y un párvulo contesta: «¡porque la chica tiene dos cabezas!». Efectivamente: en la cabeza de este niño el cuadro se titula «Mujer de dos cabezas sufre operación radical a manos de cirujano nudista». Los niños que van al museo son hematocríticos natos; qué pena que no les dejen redactar el catálogo. No aprenderíamos menos, y nos divertiríamos más.