—¿No te enseñaron cuando eras pequeño que el sitio más peligroso en el que puedes estar durante una tormenta es una barca dentro de un lago?
En la meseta central castellana las probabilidades de estar dentro de un lago durante una tormenta son bastante remotas, así que no, Kathleen, no me lo enseñaron. Deja de hacer preguntas sarcásticas y sigue remando.
No estamos realmente dentro de un lago, sino en mitad del Spree, el río que atraviesa Berlín. Una hora antes habíamos atracado elegantemente en un embarcadero del Treptower Park. Esto de aparcar la barca, saltar al pantalán y atravesar las mesas de una terraza con el remo al hombro es probablemente la cosa más cinematográfica que he hecho en mi vida. Eso sí, qué vergüenza si mi tía Mamen viera el churro de nudo que he hecho, ella que es tan náutica y que sabe hacer el ballestrinque y el ocho corredizo. Ejem. El caso es que nos acabábamos de sentar a comer soljanka y salchichas en la terraza cuando empezaron a caer gotas. El pantalán en el que teníamos que devolver las canoas estaba a cosa de un kilómetro, o kilómetro y medio.
—Yo creo que si nos damos prisa, llegamos —dice mi hermano, que es muy animoso.
Quince minutos después luchábamos a brazo partido contra las olas, mientras los truenos retumbaban bajo nuestras canoas. La tarde se había puesto súbitamente épica. Por si la lluvia no fuera bastante, el viento nos lanzaba al sesgo ráfagas de agua. Sólo remando de un único lado lográbamos a duras penas imponernos a la corriente. Yo tenía las gafas mojadas por completo y veía poco; Kathleen, que iba delante, tampoco debía de ver mucho, porque durante un cuarto de hora enfilamos hacia un edificio que no era el embarcadero al que debíamos dirigirnos. A lo lejos creí entrever a Nacho y Eva haciendo molinetes con los remos como eskimales de dibujos animados.
Cuando empezaron a sonar las trompetas del Apocalipsis perdí la noción del tiempo y de los brazos. Nacho, que es todavía más pedante que yo, diría luego algo así como que aquello era uno de los ríos que separaban el Hades del mundo superior. Desembarcamos en la orilla correcta, pero el patrón no parecía muy contento de vernos vivos.
—¡Podíais haber esperado a que escampara! ¿Es que no habéis oído al hombre del tiempo?
Pues sí, sí lo habíamos oído, pero el hombre del tiempo nos había decepcionado mucho últimamente y decidimos darle más crédito a la mañana gloriosa que teníamos delante. Ahora debe de estar retorciéndose en su casa el muy cabrón, con un ataque de risa nerviosa. Nacho y yo nos quitamos las camisas, que están empapadas y dan repelús. Por suerte, Berlín es un sitio en el que uno puede coger el metro medio en bolas sin llamar la atención. Lo que llama la atención es que no tenemos ningún tatuaje. ¡Ni siquiera tenemos un bigote para un remedio...!
—Si es que te lo tengo dicho, Kathleen, que a ver si nos tatuamos alguna cosa porque vamos dando el cante.
En casa nos secamos y nos cambiamos de ropa. Mi hermano y mi cuñada, que han venido para día y medio, traen pantalones de repuesto; yo, que me quedo una semana y en realidad vivo más o menos aquí, le tengo que pedir uno prestado a Kathleen. Me pongo la camisa verde que compré en el Humana de Frankfurter Tor y me siento como uno de los Jefferson Airplane. Vamos al Schwarze Traube, el garito de los cóckteles misteriosos. Le contamos a la camarera nuestra aventura, y le pedimos el aguamiel de las victorias, el bebedizo levantamuertos del ceremonial vudú, el reconstituyente que le dieron a Jonás cuando lo escupió en la orilla la ballena.
La camarera nos lo trae. Es lo bueno de este sitio.