Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 19 de septiembre de 2015

Cuando firmé el contrato de nuestro apartamento actual en Tilff, el marido de la casera me dio la llave del buzón y me extendió una cuartilla fotocopiada:

—Ya tienes correo. Estaba dentro.

Se trataba de una invitación a la reunión fundacional del Comité de Barrio, a la que asistiría pocos días más tarde. Inmediatamente me integré en la célula de Movilidad Lenta, antes llamada de Usuarios Débiles, que se dedica a detectar y denunciar problemas de tráfico, aparcamiento y urbanismo. Hubo un momento en el que llegamos a tener una reunión quincenal de nuestra célula, más una o dos reuniones al mes del Consejo de Administración, del que formé parte durante cosa de un año. Era una situación completamente ridícula: no tenía tiempo ni para darles un telefonazo a mis hermanos una vez al mes, ¿cómo diablos podía permitirme participar cada una o dos semanas en conjuraciones nocturnas que se extendían hasta pasadas las once? Poco a poco he ido dimitiendo de mis funciones, hasta convertirme en algo así como un amigo político con derecho a roce, un simpatizante que echa una mano cuando se presenta algún imprevisto y que de vez en cuando se deja caer por una reunión.

A pesar de la irritación que me produjeran algunas discusiones bizantinas e innecesariamente largas, el Comité de Barrio ha hecho mucho por mi arraigo en el pueblo, y representa un simpático simulacro de vida social. Hay en él unas cuantas jubiladas estupendas y varios vecinos que organizan de manera altruista merendolas y excursiones. Hubo otro grupo que creó enseguida una cooperativa de consumo de hortalizas locales. Nuestra célula ha sido de las más activas, pero por desgracia de las que menos resultados tangibles ha conseguido, no tanto por culpa nuestra como por la heroica resistencia que ejerce el consistorio a cualquier propuesta razonable.

Esta semana pasada nuestro grupo de Movilidad Lenta convocó a los vecinos a una conferencia de un profesor de Lovaina. Este profesor, experto en modelos urbanísticos y responsable del pavimento de importantes plazas centroeuropeas, se llama Pierre V., lo que traducido al castellano quiere decir exactamente «Piedra Delacalle». Nomen omen: hay nombres que parecen profetizar el destino de quien los porta. En Alemania este fenómeno me sorprendía regularmente: recuerdo por lo menos un dentista Dr. Zahn («Dr. Diente»), un apicultor Bienenfeld («Campodeabejas») y una estudiante cuyo nombre era homófono de freier Vogel, «pájaro libre», y a la que efectivamente resultaba por completo inútil decirle lo que debía hacer.

El profesor Delacalle comienza enfatizando que la forma en que hoy usamos la misma no es natural, sino histórica. En Bélgica y, si he entendido bien, en Alemania, la obligación de caminar por la acera data sólo de 1936; significativamente, es en ese mismo año cuando se permite aparcar los coches en la calle: hasta entonces estaba prohibido abandonar un vehículo privado en el espacio público. Comenzó así a dividirse y especializarse la calzada, en zonas supuestamente seguras. Sólo supuestamente, pues está demostrado que la mayor frecuencia de atropellos se da en pasos de cebra, donde el peatón, creyéndose amparado por la ley, baja un poco la guardia. El conferenciante da varios ejemplos del fenómeno contrario, que él denomina «peligro tranquilizador»: cuando una situación de riesgo obliga a concentrarse y se traduce en una reducción del número de accidentes. Es lo que ha sucedido cada vez que un concejal ha suprimido las líneas de la calzada, o lo que ocurrió en Suecia cuando decidieron conducir por la derecha: el número de accidentes se redujo en un 19%, al menos hasta que los conductores se acostumbraron al nuevo régimen vial. En cambio, cuando en Inglaterra obligaron a instalar cinturones de seguridad en los asientos traseros, los conductores se sintieron menos responsables, bajaron la guardia y chocaron como nunca antes.

El modelo que predica Delacalle, y el que las superabuelas de nuestro Comité quisieran ver aplicado en Tilff, es el de «espacios de encuentro». Consiste en hacer tabula rasa de la calle, en suprimir las señales de tráfico, los semáforos y las aceras, en desmontar el régimen de segregación que rige hoy en día, con espacios separados para peatones, automóviles y ciclistas (que habría que multiplicar ridículamente si se quisiera hacer sitio a nuevos modos de transporte como esos artilugios circenses llamados segway con los que los turistas siembran el terror en los cascos históricos). Se trataría de regresar a una calle primigenia en la que los usuarios deban mirarse a los ojos y negociar en cada momento su prioridad, su velocidad, su dirección; en la que estemos expuestos a la alteridad, tengamos encuentros inesperados, conozcamos mejor nuestro entorno y utilicemos más el pequeño comercio. A pesar de que parezca utópico, es un modelo que se está ensayando con éxito en muchos cruces de todo el mundo, varios de ellos con un tráfico de más de 12.000 vehículos al día.

«La calle —explica el Sr. Delacalle con voz fatigada— debe decir a través de su mobiliario que no es una carretera. La lectura que hoy hacemos de calles como la avenida Labobulle, en Tilff, es la contraria: es un espacio hecho para coches, una autopista con aceras a los lados. Debemos reorganizar la ciudad para que se lea de otro modo».

Siempre encontré estimulante que Alan Moore o Ian Sinclair hablasen de leer la ciudad, pero cuando son mis huesos los que se la van a jugar en la operación hermenéutica la idea no me parece tan seductora. Si algo sabe un profesor de literatura es que los textos se leen a lo loco, de manera muchas veces fragmentaria e inexacta, y que con demasiada frecuencia el lector no encuentra en ellos sino la confirmación de su visión del mundo, a despecho de lo que el texto dice literalmente. Por lo tanto, la idea de que los automovilistas lean Tilff igual que leen textos —cuando los leen— hace germinar vertiginosamente en mi interior la agorafobia.

Si cambiásemos el lenguaje en el que se expresa la ciudad deberíamos hacer un esfuerzo educativo por alfabetizar a los usuarios en ese nuevo idioma, que no tiene nada de intuitivo y que no se adquiere por ciencia infusa. El conferenciante ha evocado varias veces con admiración nostálgica aquel espacio diáfano de las calles anteriores a 1936, en las que peatones, carros, niños, automóviles, tranvías, buhoneros y burras de leche se entrecruzaban milagrosamente. Pero si hubiéramos tenido más tiempo para preguntas, habría desafiado públicamente al profesor Delacalle a encontrar un número de periódico de los años 1920 en el que no se notifique el atropello de un niño. 

Los textos no se leen a sí mismos. Hay que leerlos, y saber leerlos. Lo mismo podría decirse de las ciudades, si aceptamos la metáfora. Quizá el gran fracaso del modelo urbanístico actual es que está planteado en términos puramente semánticos, pero es descifrado en términos pragmáticos. Es decir, que presupone para cada signo un significado único y literal, mientras que el usuario le da un significado traslaticio y contextual. Así, por ejemplo, el conductor que entra en Tilff desde el sur ve una señal de limitación de velocidad a 30 km/h, un paso de cebra, una verja pintada de rojo y amarillo que resguarda un islote en mitad de la calzada, dos farolas pintadas de rojo y con potencia suplementaria, un lápiz fosforescente de dos metros y medio de alto que le recuerda que se acerca a una escuela y le sugiere que reduzca la velocidad y, por último, un monitor conectado a un radar que le da las gracias si circula a menos de 50. Este conductor ve todos esos signos entre dos mensajes de WhatsApp, pero de un modo inconsciente y preverbal se hace una serie de reflexiones. Se dice que ya son las ocho de la tarde y no es hora de que salgan los niños del colegio; se dice que no hay ningún vecino esperando a cruzar la calle junto al paso de cebra; se dice que ha venido atravesando el valle a 80 por hora, por lo que nadie puede pretender en serio que reduzca a treinta un kilómetro antes de incorporarse a la autopista; se dice que si realmente quisieran que frenase le habrían puesto un badén; se dice que en Tilff todo el mundo se toma las señales a beneficio de inventario, y que él no va a ser el único gilipuertas que las respete; se dice, en fin, que puede vivir sin que la alcaldesa le dé las gracias anónimamente desde un monitor, y que de todos modos nunca pone multas para no irritar a sus votantes. Conclusión: una vez al mes hay que reponer la verja de colorines porque se la ha llevado por delante un coche que circulaba con excesivo nominalismo. En algún lugar de Valonia hay un hangar lleno de verjas rojigualdas en espera de la siguiente sobreinterpretación.