Soñé que Almodóvar recibía el Óscar. Penélope Cruz sacaba la cartulina del sobre. Millones de espectadores contenían el aliento.
—And the Oscar goes to... PEDRO!!
Again. El director subió al estrado emocionadísimo, no acertaba a decir nada, sólo «thank you, thank you», de un modo entrecortado, mientras lloraba y se mesaba los cabellos. El público aplaudía, íntimamente halagado por las muestras de reconocimiento que manifestaba ese cineasta extranjero y gordinflas.
Al cabo de un minuto Almodóvar dijo que tenía preparado un discurso pero que no se sentía capaz de leerlo. Sacó de su bolsillo una cuartilla, doblada en cuatro, y con un gesto elocuente me la tendió a mí, que estaba en una de las primeras filas. «Será un honor», dije.
Ajusté la altura del micrófono, desdoblé la cuartilla y empecé a leer, pero el texto, que parecía un impreso volandero, en tinta azul, estaba muy gastado, y había líneas enteras que apenas podía descifrar. «Harta de claustro... rezo y penitencia, puso fin una... monja a su exigencia, digo existencia...; que allí, para vivir en santa calma, o la materia... sobra, o sobra... o sobra el alma». Eran poemas contra los jesuitas, con referencias oscuras a la harina plástica y al magro en conserva. Había lo menos treinta estrofas. La Academia, que no entendía una palabra, guardaba un silencio respetuoso. ¿Por cuánto tiempo? Al pie de las escaleras, Almodóvar lloraba y lloraba de una manera que por momentos parecía una risa nerviosa.