En nuestra provincia, el curso actual está siendo arrasado por una reforma de 17 gigatones que ha transformado la matriculación en un proceso de selección a la carta, suprimiendo los menús —o sea, los años de estudio con un contenido más o menos determinado—. La primera consecuencia es que el sistema informático ha saltado por los aires y ha habido que hacer todas las matrículas a mano, con lo cual la secretaría de la Facultad se ha convertido en algo parecido a la enfermería de campaña de M.A.S.H.
El martes tuve ocasión de charlar brevemente con una de las heroínas que se están batiendo el cobre en esa trinchera:
—¿Cómo es que todavía no hemos juntado firmas al pie de una carta abierta contra esta reforma?
—Porque los belgas son unos borregos.
Se conoce que en Bélgica los belgas son los otros. Al ritmo de bochornos colectivos que padecemos, a los españoles no tardará en ocurrirnos lo mismo.
Las nuevas reglas han propiciado situaciones tan singulares como esta, que me cuenta un colega:
—Hoy ha venido a verme una estudiante y me ha dicho «debo matricularme en su asignatura, pero no debo aprobarla».
—¿Y tú qué le has respondido?
—Que era difícil no aprobar mi asignatura, pero que haría todo lo que estuviera en mi mano.
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(Representación alegórica) |
A principios de semana, mientras esperaba el ascensor, escuché sin querer una conversación entre un catedrático y un postdoc de Ciencias de la Antigüedad. Creo que no se referían a Nefertiti:
—Va a resultar difícil regularizarla, porque no es un puesto institucional —decía uno.
—Llegado el caso, tendremos que revisar las cargas docentes para equilibrar los créditos —decía el otro, poco más o menos.
En cambio, esta mañana me he cruzado con la célula terrorista de los vicerrectores, que salía a comer, y he oído que uno le decía a otro: «Parece que el champán de este año es excelente».