Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Un colega ha organizado un congreso titulado «Leer, pensar y escribir hoy». Parecía un tema lo bastante amplio como para que cupiera dentro cualquier cosa, ¿verdad? Pues no. La profesora que ha pronunciado la conferencia inaugural, una catedrática de la universidad de Columbia, ha conseguido evitar relacionarse con cualquiera de los tres verbos propuestos. Si el congreso se hubiera llamado «Disparatar, especular y mistificar hoy» seguramente habría hecho mejor papel.

En realidad sí pronunció la palabra «leer», aunque sólo una vez y en una frase cuando menos rara: «La obsolescencia y politización del tiempo eran una forma de leer el presente». Menuda frase. Es una frase que me produce una reacción casi animal de disgusto, algo así como una tirria infanticida, y no sé por qué, porque su sintaxis es más o menos correcta. Frases como esta eran las que de antiguo conjuraban los demonios. Quizá lo que la profesora quería decir era que el presente no se explica solo, que hay que conocer el pasado para comprender el presente, pero para eso habría que ser un poco historiador, y ella se alegra de no serlo.

—¿De verdad ha dicho que afortunadamente no es historiadora? —le pregunto a la persona que está sentada junto a mí.
—Sí, de verdad lo ha dicho.

Al parecer, en las universidades de élite norteamericanas la gente va tan sobrada que se enorgullece de no saber cosas. Igual es una reacción refleja frente al conocido antiintelectualismo estadounidense, pero eso vendría a ser como argumentar contra el racismo pintándose la cara de blanco.

La ponente estrella no ha sido la única en ufanarse de su ignorancia. Uno de los cuentistas hispanoamericanos a los que ha reunido la organización del congreso asegura que su obra trata fundamentalmente —y cito— «de eso de mi ignorancia de lo que es el realismo». Si tuviera dos horas libres varias de las personas presentes en la sala podrían explicarle lo que es el realismo para que pudiera dedicarse al fin a escribir sobre la repoblación del lobo europeo, la bisutería cristiana de plástico fosforescente o —y esto es un asunto que de verdad merece una autoficción— los líquenes que sobreviven durante semanas en el espacio exterior en ausencia completa de nutrientes, gases e internet.

Este mismo autor, el mexicano David T., nos explica que cuando imparte talleres de escritura todos sus alumnos usan términos de comparación cinematográficos: «esto es un giro tan inesperado como lo de las ranas en Magnolia», «este personaje se parece al Sr. Lobo de Pulp Fiction», «imagino este relato como una película de Wes Anderson»... Incluso cuando hablan de Doctor Zhivago se refieren al final de la adaptación, y no al de la novela de Pasternak. Cuando David T. les prohíbe que hablen de cine y les encarece que pongan ejemplos literarios, los aspirantes a escritores simplemente se callan. «¿Por qué?», se pregunta nuestro novelista. La respuesta es evidente, pero pronunciarla en voz alta sería como quitarle un dulce a un niño.

Curiosamente, en cuanto se empieza a hablar de películas los propios escritores se vuelven dicharacheros. Alejandro Z. obtiene de mí el respeto que no le ganaron sus relatos cuando afirma que decir que Breaking Bad es una novela constituye una enorme estupidez. También Hernán R. echa su cuarto a espadas, esta vez en defensa del séptimo arte: a sabiendas de que David T. reverencia la novela decimonónica, explica que leer una novela en el siglo XIX era sobre todo ver un mundo reconstruido. La frase es inteligente; más aún —lo uno no es condición necesaria de lo otro—: es probablemente cierta. Los fundadores de la estética realista describieron su actividad mediante analogías de la reproducción visual de la realidad: «panorama», «cuadro», «daguerrotipo», «linterna mágica», etc. Pero para darse uno cuenta de eso le tiene que gustar un poco ser historiador.