Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 15 de enero de 2016

Fui a la presentación de Principia semiotica, que previsiblemente será la última de las opera magna del Groupe µ, el célebre equipo de semiólogos de Lieja, cuyo miembro más joven tiene actualmente setenta años. Son seiscientas páginas de «semiótica materialista», según explica Jean-Marie K., uno de los autores: un intento neodarwinista de estudiar la transmisión de información y la creación de sentido desde mucho más atrás de la especie sapiens, en un continuo que va desde las amebas hasta Baudelaire. (Ya es conocido que también los animales gestionan información de manera verbal; los primates, incluso, de manera analógica, poética: un chimpancé señala su mejilla para, por contigüidad, simbolizar una lágrima que, por analogía causal, significa «tristeza»).

Esta recursividad semiológica (A significa B, que significa C, que significa D) es mucho más limitada en los lenguajes parciales de las ciencias puras. Allí rige el principio del tercero excluido, lo que implica que 2+2 es 4 o no es 4, pero no puede ser a la vez 4 y no 4. «En poesía —dice Jean-Marie— no es imposible conciliar una proposición y su contrario; es más, es lo deseable». No sé si es deseable, pero lo que sí sé es que la lógica formal tampoco rige en los usos cotidianos de los lenguajes naturales. Así lo demostró hace unos días mi sobrina Nora, de dos años. Estaba haciendo cucamonas a su primo, que tiene sólo ocho meses pero que pesa casi tanto como ella, y dijo «el primito Jaime es muy pequeñito». Hasta ahí todo bien, todo perfectamente lógico (A = p); pero enseguida añadió «...¡y muy grandote!»: A = p = (no p). De paso, Nora nos hacía una demostración de malabarismo con sufijos no referenciales: los diminutivos empleados a despecho del tamaño objetivo de la criatura, y el aumentativo —en apariencia superfluo, pues se aplica al adjetivo «grande»— con función expresiva. 

Unas semanas atrás Nacho le mandó a Kathleen por WhatsApp un vídeo en el que nuestro sobrino Martín, de cuatro años escasos, lee sus primeras palabras. Lo habían puesto delante de un planisferio, y le señalaban un país al azar:
—L... I... li... B... lib... I... A... ¡Libia!
Después de una o dos demostraciones más, Martín da botes de excitación y, ante el asombro de sus padres, explica lo que ocurre: «¡es que veo las letras y las oigo!». Leer, decía Quevedo, es escuchar con los ojos. Leer es otra paradoja lingüística, una sinestesia maravillosa que produjeron hace apenas 4.000 años los alfabetos fonológicos.

He oído que en muchas escuelas belgas los niños que aún no sabían escribir entregaban sus ejercicios firmados con un dibujito que los identificaba: uno era el tren, otro la casa, otro el pollito, otro la mosca. El tren significaba «Vincent», la casa significaba «Véronique,», el pollito significaba «Valérie». Nadie quería ser la mosca. (¿Soy el único al que le sorprende que niños demasiado pequeños como para saber escribir tengan que entregar ejercicios? Este país no le pone las cosas fáciles a nadie). En las matemáticas y en lógica formal las letras funcionan de la misma manera que los dibujos de las escuelas primarias belgas, no guardan con su referente una relación unívoca. El matemático o el lógico piensan «(2x+y) / 3 = 14», o «la proposición R», y se atusan el bigote y ponen «R» o «x» como podrían poner un pictograma o un moco. Son letras que no suenan. O sí suenan, pero a hueco. 

Pero volvamos a Martín, quien unos días más tarde se topa con una dificultad inesperada. Yo mismo pongo entre sus manos uno de los regalos que ha traído Papá Noel desde Alemania, y le pido que lea el nombre de su destinatario. El ejercicio tiene truco, porque antes del nombre, sobre el envoltorio, figura un adjetivo en alemán: kleiner, «el pequeño». Martín se atranca a la tercera letra.

—¿Pero tú no sabías leer? —le pregunto con muy mala uva.
—Sí —responde—, pero sólo letras.

A veces Martín parece el Principito de Saint-Exupéry. Es una respuesta honda y correcta, porque aunque aprendemos a leer letra a letra, en realidad leemos palabras, y todos reaccionamos con el mismo derrotismo que mi sobrino cuando nos piden que leamos una combinación de letras que no reconocemos como una palabra, por ejemplo esas imposibles longanizas alemanas como «Streichholzschächtelchen». Por extraña paradoja, no nos convertimos en lectores competentes hasta que dejamos de leer letras y empezamos a leer palabras. Por eso no percibimos muchas de las erratas de los libros, y por eso podemos entender textos en los que se han tratsocado sistemáticamnete dos lertas de las parablas que teinen cicno o más. El alfabeto fonológico sólo empieza a ser útil de verdad cuando construye formaciones que identificamos en bloque, como si fueran pictogramas. 

Todo ello requiere, claro está, una sensibilidad muy desarrollada a variaciones mínimas en los trazos, análoga a la que exigimos de nuestro oído para distinguir «pelo» de «pero». Martín no hace mucho que dejó de decir «picote» en lugar de «bigote», y todavía tardará algún tiempo en reconocer las líneas apenas perceptibles que distinguen unas palabras de otras. Tristán, su hermano mayor, las tiene ya todas en la cabeza, y sabe distinguir qué configuraciones son más estables y cuáles son más susceptibles de variación.

Resulta que, uno o dos días antes de tomar el avión de regreso a Bélgica, fuimos con la Nacho y su familia a los puestos recreativos que desde hace poco abren en el paseo del Prado los fines de semana. Después fuimos a merendar a una cafetería de la calle de San Pedro. Tristán enseguida se puso de mal humor, porque era —decía— un sitio de mayores. Intentamos animarlo jugando a encadenar palabras: «pato», «palo», «polo», «pelo», «pela»... Tristán quería intervenir cuando no le tocaba, y cuando le llegaba su turno se enfurruñaba todavía más, diciendo que la palabra que se le había ocurrido antes ya no funcionaba.

—Bueno —le dijo su madre—, pues damos por terminada esta ronda y te dejamos que empieces tú con la palabra que quieras.
—Vale, venga. Pues empezamos con la palabra «luz». Ahí os quedáis.

Qué mala leche tiene. Sale a su tío.