Hoy se clausura la exposición de Parrondo y he venido a entrevistarle. Parrondo es un señor que hace cuentos de niños para adultos. También hace canciones de adultos para niños, y escribe relatos en los que no ocurre nada, y pinta ilustraciones que sólo guardan una relación remota y apenas discernible con lo ilustrado. Parrondo —otro Parrondo— dio nombre a una paradoja matemática según la cual es más fácil ganar a dos juegos siendo un mal jugador que jugando a uno solo. Pero Parrondo —el primer Parrondo— juega muy bien a muchos juegos.
Paseo por la exposición. Hay frases escritas por las paredes, enormes acuarelas y pruebas de color de muchos de sus libros. Sobre una columna Parrondo ha escrito «LEA ESTO», y debajo hay una flecha muy grande de madera que apunta a una palabra microscópica, escrita medio metro más abajo. Me acerco a leerla forzando la vista. En letra muy pequeñita pone: «esto».
Una de las salas de la exposición se llama «Museo del agujero», y reúne dibujos y esculturas sobre agujeros. También hay papeles con agujeros, un agujero descendiendo una escalera, agujeros en la moqueta y agujeros en la pared. Me acerco al responsable de la sala y le pregunto:
—Este agujero de 15 cm de diámetro en el muro de ladrillo, ¿estaba ya o lo han hecho para la exposición?
—Se ha hecho para la exposición, sí.
—Ah. ¿Y cómo lo van a tapar luego? Porque la pared tiene más de un palmo de grosor...
—Ya veremos.
Parrondo escribe y pinta con un pie al borde de lo imposible: el relato que termina con la misma situación con la que comenzaba (Ni plus ni moins), los cuentos que no cuentan nada porque ellos mismos son los protagonistas (Histoires à emporter), el cuento de antes de dormir que es rectificado a cada rato por los niños (Allez raconte), el código de circulación para una carretera circular que conduce al punto de partida (Nationale zéro). Hay en La porte una historia maravillosa y cortocircuitante en la que sale un hombrecillo que sostiene una puerta —de eso va la primera mitad del volumen— y de repente algo ocurre en su bolsillo. «Anda! me llaman!», dice el hombrecillo; «no, ahora no puedo hablar, estoy con Fulano». «Caray —dice para sí—, no le dejan a uno tranquilo». Y luego aclara, dirigiéndose al lector: «he mentido dos veces. Primero: no estoy con nadie, y segundo: esto no es un móvil, sino una piedra».
Veo a Parrondo firmando ejemplares para los visitantes, que por lo general tienen menos de diez años. El artista echa diez buenos minutos en firmar cada ejemplar, caligrafiando su dedicatoria meticulosamente con una letra que recuerda la de los cuadernos Rubio, y acompañándola de un dibujo original que improvisa tras una breve conversación con el destinatario y que colorea con una concentración enorme.
Siempre imaginé que la colección de lapiceros de Parrondo sería algo así como la colección de peinetas de Martirio. Sin embargo parece contentarse con lo que cabe en un estuche escolar de cremallera: lápices cortos y sufridos de distintas marcas que alterna sin mirar como si los conociera con nombre y apellido.
Parrondo viste con mucho carácter, sin caer en lo estrambótico. Chaqueta sin solapas, chaleco Burdeos, calcetines a juego, zapatos abotinados, pantalón de algodón con una cuadrícula imperceptible... Todo como salido de una prendería, pero de una prendería barcelonesa.
Parrondo tiene un apellido que se tiene solo, que basta y sobra, como a Ramón Gómez de la Serna le bastaba el nombre, igual de rotundo, igual de redondo. Parrondo conoce a Ramón, con el que comparte la mirada suspicaz sobre los objetos y la comodidad en las distancias cortas. Si Parrondo se llamase Ramón, sería el acabose.
Parrondo habla muy bajo. «Maldición —pienso—, cuando escuche la grabación de la entrevista sólo oiré los gritos de los niños que trotan a nuestro alrededor». Pero no, luego le oigo perfectamente hablar de sus veranos en España y de su tío, que ganó dos Oscars aunque nadie lo sabe, mientras los niños juegan y ríen con la boca llena de bizcocho.