Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 15 de febrero de 2016

Muy a primeros de enero estuvimos cenando en casa de mi hermano Nacho. Le han estado convocando a un montón de tribunales de tesis, dos o tres al mes, porque el reglamento actual del tercer ciclo está a punto de extinguirse y quien tiene una tesis a medio escribir tiene dos opciones: o la defiende ahora a matacaballo, o se la come con patatas. En lo sucesivo, el doctorado se obtendrá moviendo la cadera mientras el tribunal improvisa unas rumbas de tema epistemológico.

El caso es que en una de esas defensas morganáticas Nacho iba a coincidir con Juaristi.

—¡No me jeringues! ¡Qué suerte!

Eduardo y Emilia me llevaron a verlo a alguna lectura pública allá por el cambio de siglo (julio de 2000 según mis diarios, que no entran en detalles), y desde entonces lo leo con admiración. Su obra posee un formalismo simpático, con sonetos holorrimos, rimas correlativas y sextillas manriqueñas. Los poetas actuales que, como él, versifican sobre algo más que la propia vida sentimental, se cuentan con los dedos de las manos. Recuerdo que tiene un poema en el que cuenta cómo un oficial apellidado Ceballos le amargó la mili. Nacho se va al dormitorio y vuelve con las poesías reunidas. Leo:

El brigada Ceballos, que hoy será
—y es concederle mucho— subteniente,
nos hacía perder las tardes tontas
imperdonablemente.

Yo, por lo menos, no le he perdonado
las mil horas o más que me robó.
«¡Por la Patria, muchachos!», nos decía.
Amo a mi patria, pero, digo yo,

qué tendría que ver la pobre patria
con los delirios del chusquero aquél.
Le echaba al cuerpo más ardor guerrero
que si fuese teniente coronel.

El poema prosigue contando cómo en cierta ocasión el brigada Ceballos se inventó unas maniobras en las que el batallón debía enfrentarse con dos divisiones del ejército del Pacto de Varsovia que habían remontado el Ebro. Que las divisiones fueran hipotéticas no las hacía menos peligrosas. Juaristi continúa:

«¡Silencio! ¡Están aquí!», bramó Ceballos,
y ordenó acto seguido «¡Cuerpo a tierra!»
Me eché al suelo temblando de emoción.
¡Por fin iba a saber lo que es la guerra!

El cuerpo de Ceballos describió
una amplia trayectoria parabólica
y se esfumó de pronto ante mis ojos.
Aquello parecía obra diabólica.

La desaparición de mi pariente no la provocaron el diablo ni los rusos, sino una zanja que se abría en mitad de la noche. Ceballos quedó hecho un ecce homo y tuvieron que transportarlo en parihuelas; luego, el batallón se extravió y anduvo vagabundeando en despoblado durante horas.

Terminada la lectura, mi hermano se queda pensativo. «¿Tu te acuerdas de aquella historia que papá cuenta siempre de cuando estaba en milicias?» Sí, recuerdo vagamente que le encargaron dirigir unas maniobras pero se perdieron y aparecieron al día siguiente a cuarenta kilómetros; en mi recuerdo, la marcha que dirigía mi padre se transformaba en un cortejo báquico, se perdía y la cosa terminaba tan mal que lo degradaban a sargento. No sé si me lo he inventado, pero creo que las cantimploras estaban llenas de cazalla. No obstante, empiezo a comprender con angurria que esa batallita bien podría ser la versión dignificada de otra mucho más cazurra que nunca fue contada a nadie, algo así como el relato que Soraya Sáez de Santamaría haría de un razonamiento teológico del supernumerario ministro de Interior, omitiendo discretamente las alusiones al ángel de la guarda y al alma inmortal del nasciturus.

Sacamos la botella de pacharán para templar los nervios. Echamos cuentas con los dedos: Juaristi es del 51, por lo que no es matemáticamente imposible que hubiera entrado en quintas cuando mi padre estaba en el último verano de milicias. La psicología del personaje también encaja: a nuestro padre lo creemos muy capaz de enfrentarse a pecho descubierto no ya a dos divisiones del Ejército Rojo, sino a cuatro círculos de Podemos que capitanease Juan Carlos Monedero en persona.

Unos días después, le pedimos a mi padre que nos cuente de nuevo su versión de los hechos. Lo que cuenta es que estuvo de milicias en Zamora —por donde no pasa el Ebro, como enseguida observamos mi hermano y yo— y en unas maniobras él y otros suboficiales decidieron cambiar la ruta para irse a Villaralbo o a no sé qué pueblo provisto de una boîte rupestre en la que habían quedado con unas chavalas. Desde el puesto de mando les llamaban por radio:

—¿Cuáles son sus coordenadas, cambio?
—41,5 grados oeste y 5,97 grados sur, cambio.

Pero en realidad estaban varios segundos más al norte. Unas horas después fueron a buscarles con carros blindados y los sacaron de la boîte a punta de cedme. Todos los universitarios se licenciaban de alférez, pero a mi padre la broma le costó la estrella y se quedó en sargento. Si en aquella ocasión no llega a intervenir el Estado Mayor, es posible que yo no estuviera hoy escribiendo estas líneas, o que las estuviera escribiendo desde la cafetería de Alfonso, que es la única de Villaralbo que tiene wifi gratis.

Han pasado varias semanas desde aquellas conversaciones, y ya se ha celebrado la famosa defensa de tesis. Al volver a casa, Nacho me escribió un correo electrónico en el que decía lo siguiente:

Esta tarde gris y cálida de invierno, en un aparte durante la defensa de una tesis doctoral, Jon Juaristi nos ha expulsado de la historia de la literatura. Confesó casi en un susurro que el brigada llamado Ceballos («que hoy será / —y es concederle mucho— subteniente») se llamaba, fuera de la diégesis poemática, Murillo.
El consuelo reside en pensar que, en la imaginación de un buen poeta, el apellido Ceballos pudo tener resonancias de personaje de ficción. A mí me basta.

Pues a mí no. Me alivia saber que mi padre no puteó a un escritor al que admiro, pero me frustra perder los lazos familiares que me unían con Juaristi y que ya me hacían sentir con derecho a autoinvitarme a la celebración de Januka (Juaristi se ha convertido al judaísmo, creo que sólo por llevarle la contraria a mi padre). Si la literatura nos quita los galones que merecemos, los Ceballos sabremos recuperarlos manu militari. ¡Por la Patria, muchachos!

Post scriptum
Con los párrafos precedentes ya en galeras, como aquel que dice, me escribe mi padre para aclarar que hizo milicias en el desaparecido campamento de Montelarreina y que el objetivo de las maniobras de marras no era conquistar Villaralbo, sino Toro, aunque él consideró más oportuno conquistar a unas zamoranas que le habían citado para desayunar (sic). Su hazaña —dice— se mantuvo viva durante años en la tradición oral, y no sería de extrañar que hubiera llegado a oídos de algún poeta vasco.