—¿Pero cómo? ¿Tú no eres bilingüe?
Después de siete años en Valonia empiezo a oír con frecuencia esta pregunta. En francés —esa lengua en que la letra Q se llama «culo»— hago compras, escucho audiolibros, escribo correos electrónicos, hago agit-prop contra el rector e imparto entre dos y cuatro horas de clase por semana. Por supuesto, muchas veces vacilo al escribir una palabra, calco la sintaxis del español o digo «caballos» queriendo decir «cabellos», pero cada vez con más frecuencia me encuentro explicando a mis estudiantes, que son unos bigardos de veinte años, lo que significa en su propia lengua «ascesis», «bula» o «estoicismo».
Esto, que puede impresionar a algunos, no tiene más mérito que el de la edad. Esta larga inmersión no sólo no me ha hecho bilingüe, sino que me ha hecho perder la fe. La fe en el bilingüismo. El bilingüismo es, como el horóscopo o como la superioridad intelectual de los escritores, una creencia popular.
Debido a su carácter legendario, el bilingüe es un ser de escasa densidad y de contornos difusos. Más de una vez he oído que es bilingüe quien conoce los nombres de los pescados, o quien sueña en el otro idioma. De ser correcto esto último, yo podía considerarme bilingüe nada más llegar a Ruán: la necesidad de resolver trámites trascendentes en una lengua que no comprendía me tenía tan aterrorizado que me despertaba por las noches gritando «croissant! chapeau! moustache!».
Otros suponen que el bilingüe es uno que piensa en la lengua extranjera, pero para pensar en la lengua extranjera primero hay que pensar, y eso ¡es tan infrecuente! Se intuye que es bilingüe quien insulta en otro idioma, porque insultar es como pensar, pero en cuerpo a cuerpo. En mi experiencia, el improperio extranjero es también de lo primero que se incorpora; más aún: representa uno de los mayores alicientes para aprender la lengua. Una de las gratificaciones más inmediatas del estudio de una lengua extranjera es la multiplicación del repertorio de palabrotas, y a mí me llena de orgullo tener en mi arsenal largos insultos ingleses que, antepuestos al sustantivo como longanizas, llegan a constituir pequeñas obras maestras de teatro de improvisación; inarticuladas interjecciones francesas, ideales para el berrinche sin consecuencias del que pierde el autobús o no consigue pillar la WiFi; inofensivos tacos alemanes, que hay que pronunciar con la boca chica como con miedo a romper algo y sugieren al enemigo que ni siquiera es digno de nuestro odio; sublimes y blasfemas imprecaciones hispánicas, que extienden la maldición a varias generaciones pasadas y futuras y se erizan de superlativos y de aumentativos. Una paleta de dicterios subidos de color lo hace a uno más feliz, pero no más políglota.
Como tantas veces, se pueden resolver los problemas de definición saliendo por esa tangente cutre que es la definición por el ejemplo. «Estoicismo es, por ejemplo, cuando Rambo se cose la herida con el kit de costura que lleva siempre en el bolso». Bilingüismo es, por ejemplo, lo de ese ser privilegiado que desde la cuna ha hablado una lengua con su madre y otra con su padre, y que posee por partida doble esa intuición del hablante nativo para el giro auténtico, para lo idiomático. De estos seres privilegiados llega cada año a nuestras aulas un puñadico. Pienso en uno de esos seres, que tengo ahora en una de mis clases de 3º. Se llama Maite, que es —como «Inés» o como «Pablo»— uno de esos pocos nombres que se pronuncian igual en francés y en español, y que abundan por lo tanto entre los hijos de emigrantes. Maite tiene dos apellidos, su acento es de una nitidez mesetaria, sabe decir rrrrrr como Dios manda y se lanza a la conversación con soltura dominguera. Su dominio del español es tan absoluto que cuando escribe sólo conjuga los verbos en subjuntivo: «El artículo que hayamos leído trate de la pesca intensiva; las redes industriales destruyan los fondos oceánicos a la vez que arrastren el lenguado, el bonito, el arenque, el jurel, las sardinas, la merluza, la platija, la japuta, la lamprea, la maruca y la cubera (o cupiese)». No, en la multiplicación de pescados tampoco está la clave pentecostal.
¿Qué dice sobre todo esto la lingüística? ¿Cuál es, según los expertos en didáctica, el grado máximo de dominio de una lengua extranjera? El estándar de evaluación lingüística más aceptado hoy en día es el Marco Común Europeo de Referencia, que establece seis niveles de competencias comunicativas. El máximo es el nivel C2, que se define mediante retahílas de catecismo como esta: «soy capaz de leer con facilidad prácticamente todas las formas de lengua escrita, incluyendo textos abstractos estructural o lingüísticamente complejos, como, por ejemplo, manuales, artículos especializados y obras literarias». La expresión escrita de un hablante de nivel C2 es, conforme a dicho Marco, la de alguien capaz de presentar «descripciones o argumentos de forma clara y fluida, y con un estilo que es adecuado al contexto, y con una estructura lógica y eficaz que ayuda al oyente a fijarse en las ideas importantes y a recordarlas».
Según el propio Marco Común Europeo de Referencia, el nivel C2 está todavía por debajo del de un hablante nativo, pero yo sospecho que la mayoría de hablantes nativos no alcanzamos ese estante, o lo alcanzamos sólo de puntillas. ¿Cuántos podemos leer «con facilidad» artículos especializados y obras literarias? O lo uno o lo otro, oiga. Yo, que alguna vez he abierto por curiosidad el BOE y el Investigación y Ciencia, sé que cumplo únicamente con lo segundo, y sólo en el supuesto de que entre las «obras literarias» no se encuentre ninguna de Rodrigo Fresán.
En cuanto a la producción escrita, es público que la mayoría de los periodistas tiene un nivel C1 justito justito. Lo cual tampoco está tan mal, habida cuenta la fauna que hay por ahí. El año pasado, en ese curso que doy en 3º, que trata de lingüística del texto, tuve a un Erasmus español. Entre los varios ejercicios que componían la evaluación continua, los estudiantes tenían que escribir un breve texto divulgativo a partir de un artículo sobre la incidencia del chicle en la halitosis. (Este último era un artículo especializado, sí, pero yo no esperaba que lo leyeran «con facilidad», sino sólo que lo leyeran, que entendieran por lo menos lo mismo que entendería un becario de Libertad Digital y que lo contasen de manera ordenada y comprensible). Pues bien, un estudiante español con la selectividad aprobada comenzaba su trabajo de la siguiente manera: «cada vez se producen situaciones incómodas en la [sic] que estamos en el trabajo, tomando un café o charlando con tus amigos cuando de repente tu amigo percibe tu mal aliento». A todos nos ha pasado eso de estar en el trabajo tomando un café con tus amigos, charlando o sin charlar, y que de repente se vayan todos los amigos menos uno, porque te huele el aliento (a café). Es algo que se produce cada vez. Nuestro estudiante continuaba glosando el experimento del artículo original y unas líneas más abajo resumía las conclusiones con la frase siguiente: «No se encontraron diferencias significativas en cuanto el ph es a la saliva, lo que la carga lo es una pila». Esta frase hay que releerla porque uno corre el riesgo de añadirle inconscientemente un filtro de Photoshop gramatical: el ph —dice— es a la saliva —coma— no lo que la carga es a una pila, sino «lo que la carga lo es una pila». Se trataba, por cierto, de la segunda versión de la redacción que entregaba el estudiante; la primera no la copio porque temo que el honor de la patria sufra un daño irreparable. Para demostrar la inexistencia del bilingüismo, lo dicho basta. ¿Cómo va a haber bilingüismo si ya hay que hacer un esfuerzo sobrehumano para llegar a ser un monolingüe de regular apariencia?