Segunda edición de cierto premio a los mejores trabajos de fin de carrera del hispanismo belga, ahora en la modalidad de lingüística. Esta vez no sólo no hemos ganado sino que ni siquiera hemos mandado ningún concursante. En nuestra universidad no hay puesto de lingüística española y las tesinas que se han escrito en esta disciplina en los últimos cuatro años se cuentan con los dedos de una mano.
El interés que despertó la primera edición del premio ha decaído en la secuela. Su alteza la infanta —la hermana del rey abdicado— no ha podido venir, y a la hora del piscolabis se nota la ausencia del cortejo de cortesanos. El duque que entrega el premio cabecea durante los discursos de los catedráticos; por suerte para él y para todos, alguno de los que tenía que hablar se ha olvidado de venir. Por lo menos están los seis candidatos, la mayoría en vaqueros; aquí y allá, algún padre visiblemente desconcertado por la pompa de la ceremonia. Haciendo un cameo sorpresa estamos Robin L., alguna postdoc de Lovaina y el menda.
Es como una de esas obras de teatro off off en las que hay más actores en el escenario que espectadores fuera del escenario, y muchas veces ni siquiera hay escenario, sino que la representación se lleva a cabo en el salón de actos parroquial, y la madre del actor sin experiencia que hace de actor sin expectativas termina haciéndose cargo de ovacionar en solitario pero con dignidad.
Al pasar lista se me ha olvidado contar a los cónsules, procónsules y consejeros de la Embajada, porque se mimetizan entre el mobiliario de la Academia. Cuando termina el acto charlo con una diplomática de carrera, madrileña, muy simpática. Ella ya pasó por su país malo.
—Supongo que no lo llamaréis así.
—No. Lo llamamos «país C». Hay «país C», «país C especial» y «país C especialísimo». País C es, por ejemplo, Irak, o Afganistán.
—La leche. ¿Y qué es, entonces, un «país C especial»?
—Siria.
Me imagino a ese licenciado de políticas que acaba de sacar las oposiciones al cuerpo diplomático y ve en la lista que le corresponde un destino «C especial», sin sospechar que lo que parece una talla de sujetadores es lo más parecido a una condena a muerte que puede encontrarse en Europa.
Tanzania —me explica la madrileña— no es especial, pero es C porque está en África, y África cansa. Poner las mosquiteras, cerrar muy bien las ventanillas del coche, encontrar productos básicos en el mercado, no salir solo a la calle, prevenir enfermedades mortales y asistir a cuatro o cinco recepciones por semana representa al final un esfuerzo desproporcionado para hacer algo tan sencillo como es la vida de todos los días.
Por la noche estoy invitado a cenar en casa de Jacques De B., en Sint Niklaas. Coincido allí con cierta persona que ha tratado mucho a los duques filántropos y que forma parte del boato consular español, a pesar de lo cual conserva una gran calidad humana y una preocupación genuina por promover las lenguas y culturas nacionales. Después de una o dos copas de vino —un tinto biodinámico que han traído expresamente desde una bodega de Logroño— le pregunto si no cree que el esfuerzo invertido en la ceremonia de esta mañana sería digno de mejor causa. Yo digo «esfuerzo», pero mi interlocutor, que es hombre de mundo, entiende que quiero decir «dinero»:
—En realidad, muchas de las actividades de las fundaciones no las pagan ellas. Lo que hacen es dar una salida legal a grandes fortunas que quieren desgravar dinero.
Más tarde me enteraría de que a la deducción prevista ha de sumarse, además, un 5% por tratarse de un programa de investigación universitaria. O sea, que el embajador, sus monaguillos, el cuñado del rey, la mitad del hispanismo belga y cinco eminencias españolas —entre ellas el académico Ignacio B., director del diccionario combinatorio y de la gramática descriptiva— hemos estado pringados esta mañana de sábado para que pague menos al fisco algún ricacho que se habrá pasado el día esquiando en Suiza o cazando elefantes en Tanzania. Quien mejor papel ha hecho hoy ha sido su alteza la infanta, que no ha venido.