Vuelvo a casa el viernes por la noche hecho una piltrafa y con una novela de Fred Vargas en los auriculares cuando una bestia inmunda me sale al paso, las fauces abiertas y babeantes, dando unos ladridos que hielan la sangre. Yo doy patadas al aire y profiero blasfemias de repertorio. Una señora sale de un portal, ajustándose el batín:
—No se preocupe, que no muerde.
La bestia se transforma en un schnauzer entrecano, da algunos resoplidos malhumorados y se mete en casa. No muerde, no muerde... Jobar, señora, sólo faltaba que encima mordiera. Eso de que no muerde, primero, es una afirmación cautelar: ya lo iremos viendo; y luego, como argumento, se las trae. Es como si uno saliera a la calle dando viajes con una catana y cuando el transeúnte más próximo estuviera lloriqueando sobre sus propios excrementos uno le dijera «no se preocupe, buen hombre, si yo esto lo hago sólo para darme pisto».
Un par de calles más allá viven unos border collies que me suelen montar un número cuando salgo, con las primeras luces, a coger el tren a la estación. Si no ando justo de tiempo me paro un rato delante de su verja, para que sigan ladrando y por lo menos despierten al dueño.
Al sueño pequeñoburgués de cualquier provincia del mundo Valonia le añade un perro. Una casa con jardín, un coche, dos niños, varios teléfonos móviles y un perro. Los niños son opcionales. Quien además tiene una moto de alta cilindrada ha triunfado en la vida y puede despeñarse a 170 por hora con dos copas de más sabiendo que no se deja nada por hacer. De todas estas aspiraciones, lo único que no molesta al prójimo es la casa. Y según qué casas: la frase no se aplica a las que un alemán ha reunido recientemente en un libro de fotografías titulado Ugly Belgian Houses.
Muchos de los habitantes de esas ugly Belgian houses consideran que su perro es un miembro más de la familia. Esto significa que al menos dos miembros de cada una de esas familias orinan en la calle a diario. Son familias a las que yo no querría pertenecer, porque lo que hacen con algunos de sus miembros no es muy distinto de lo que hacía con su hija Josef Fritzl, «el monstruo de Amstetten». Los mantienen recluidos en unos pocos metros cuadrados, los alimentan con latas de conservas, les atan correas al cuello, no dejan que traten con sus congéneres, los encierran durante horas en un coche, los castran, o si no los castran ahogan a sus crías, o las regalan. Esto lo hace mucha gente que ama los animales y que protesta cuando un toro se marca un cameo en el Teatro Real.
Los perros no me caen bien, y se me nota. En la novela de Fred Vargas que estoy escuchando hay un perro que se come el dedo gordo del pie de una vieja a la que acaban de asesinar y lo defeca en un alcorque de París. Es el tipo de cosas que hacen los perros por simple distracción, y que explican que cuando uno de ellos entra en mi visión periférica cuente ya con muchos puntos negativos que es improbable llegue a compensar alguna vez. En el primer piso de la casa de enfrente, por ejemplo, hay un perrillo con manchas de color canela; le abren la ventana y echa la tarde viendo pasar los coches y las motos. Hay días que me parece casi simpático, pero no puedo sacarme de la cabeza la idea de que, a poco que viera la ocasión, me arrancaría un dedo de un mordisco y se iría corriendo a cagarlo en París.
«Mejor es tener un gato, que son más independientes». Esto es lo que, llegados a este punto, diría alguien que nunca hubiera tratado de adoptar una oca. Un gato sólo es independiente en relación con los demás gatos; con los humanos tienen una relación pasiva-agresiva de adolescente petardo. Una oca, en cambio, no viene a restregarse contra la pernera de tu
pantalón, ni se despatarra para que le rasquen el vientre. Las ocas viven y dejan vivir; se desentienden de los humanos y miran por los de su especie. Además son capaces de actuaciones verdaderamente remarcables. El sábado pasado festejaron la reapertura del museo de Bellas Artes de L*** con un desfile de ocas. Marchaban al ritmo de un tambor de infantería con una dignidad que ya quisieran para sí muchos vicerrectores.
Hace una semana fui a Hony en bicicleta; dos veces, porque pensé que había perdido las llaves en el camino, y luego resulta que me las había dejado puestas en la puerta. Es otra historia, que ahora no importa demasiado: el caso es que fui a Hony en bicicleta y me encontré con una señora que estaba paseando con dos cabras. A mí las cabras sí me resultan muy simpáticas. En las Ardenas se da una raza robusta y paticorta que inspira confianza. Me detuve un momento a contemplarlas y felicité a la dueña. Las cabras —le dije— son mucho mejores que un perro. No orinan en los portales, no muerden a los niños chicos, dan quesos, cortan el césped...
—Y además no ladran —añadió ella.
Y además no ladran.