Así, a primera vista, yo no soy un emigrado económico. Yo me fui porque quise, no porque me echasen. De hecho, como salí de España en 2002 lo que no llegué a ver fueron los años orgiásticos del ladrillazo y las mordidas, esos años en los que el país lideraba el consumo de cocaína en Europa y mindundis que en su vida habían dado palo al agua se pulían cien euros en copas un martes por la noche. Sin embargo, aunque el país no me echase tampoco es que me esté poniendo fácil volver. Esto es lo del marido tarambana que se va de farra todo el fin de semana y cuando vuelve a casa se encuentra con que la parienta le ha cambiado la cerradura. No le han tenido que echar a patadas: lo han puesto en la calle sin alborotos y un poco a lo tonto.
La alegoría hay que afinarla, en realidad, e imaginarla con un desenlace menos sainetero. El marido tarambana no se habría pasado de farra un finde, sino todo el puente de la Constitución más tres moscosos que le quedaban, y todavía en el áfter, de bajona y poco antes de pedir el enésimo Hendrick’s, contemplaría sus llaves y se diría «de fijo que me han cambiado la cerradura». Todavía en el áfter y poco antes de pedir el enésimo Hendrick’s caigo en la cuenta de que, sin ser demasiado consciente de ello, he ido excluyendo la posibilidad del retorno. He buscado trabajo en cuatro países de Europa central y no se me ha ocurrido acreditarme para la universidad española. Sin duda se trata de una decisión involuntaria, de un acto fallido psicopatológico y revelador. Y es una pena porque, aunque no soy ningún patriota ni creo que en España se viva mejor que en ninguna otra parte, sí querría dejarme zurrar más a menudo por mis sobrinos, acompañar a mi madre a las manifestaciones, sacarme un abono del Teatro de la Zarzuela y comerme unos boquerones fritos como Dios manda.
Podría entrar por la ventana, escalando el canalón de desagüe, pero tampoco es eso. No voy a volver para currar con un contrato cogido con alfileres e hipotecarme en un semisótano de un país que tiene un plan energético del año de Maricastaña, unos informativos serviles, unas playas convertidas en la zona común de la urbanización y la mitad de los profesores de secundaria contratados a dedo por congregaciones religiosas.
Luego está el tema de las universidades españolas, que me tiene loquito. Por los Erasmus que me llegan, empiezo a sospechar que hace ya unos años que las transformaron en parques temáticos y la peña todavía no se ha enterado. El otro día una chica de Salamanca me puso por escrito que la Celestina se publicó en 1949, que el andaluz es una lengua «porque no se entiende» y que «La infanzona de Medinica» —poema de Valle-Inclán que tenía a la vista— trata de una señora que es una «infona» (sic). Y así me vienen todos, o casi todos, que es para darles un besico en la frente. Y eso que estudian en universidades públicas, porque «en última estancia» —como habría dicho la estudiante de hace un momento— el panorama verdaderamente desolador es el de esos mataderos industriales de la enseñanza superior que son las universidades privadas a distancia, y no entro en detalles porque están dando de comer a varios parientes y amigos.
España es un país para viejos, al que quizá regrese cuando ya no tenga aspiraciones ni principios. Entre tanto, tiene pinta de que seguiré por aquí fuera, aunque sólo sea para acoger a mis sobrinos si dentro de tres legislaturas deciden ser otra cosa que camareros. Le pido al del áfter que me traiga otro Hendrick’s (el último, lo juro) y el DJ que lo conoce toca el himno de las doce, que resulta ser este temazo de La Puta Opepé: «mira cómo va: nos la han vuelto a meter, / cuatro años más de derecha en el poder, / ese partido nunca se cansa de joder, / dime tú qué vamos a hacer».