Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 25 de junio de 2016


Como nos vamos a Madison el año que viene, las chicas de oro del comité de barrio me organizan un aperitivo de despedida. Le llevo a cada una un tiestito con una planta suculenta que florecerá de nuevo cuando regresemos.

—Es como la planta de E.T.

Necesitan mucho sol y poca agua, que es lo contrario de lo que hay en este país, por lo que dudo mucho que lleguen siquiera a fin de año.

Hablamos de si los puericultores y maestros de primaria necesitan una formación de máster, que es algo por lo que Anne lleva años abogando. Se cuentan varias historias y batallitas sobre cómo era de antes la escuela. Cosette (nombre ficticio) cuenta que un día, cuando tenía siete u ocho años, le mandaron hacer una labor de ganchillo para el día de la madre. Digo yo que sería más bien bordado, porque el ganchillo es muy difícil para niños tan chicos, incluso para los belgas, que tienen memoria genética del encaje. Fuera bordado o ganchillo, lo importante es que la madre de Cosette había muerto unos meses antes. «¡Es igual! —repuso el maestro—; tú hazlo igual que tus compañeras». Cosette dedicó la mañana a destrozar el bordado dando puntadas furiosas en todos los sentidos. Sesenta años más tarde todavía se crispa al recordarlo:

—¿Cómo va a dar igual que tu madre esté muerta si la tarea es hacer un regalo para el día de la madre? El caso es que unos años más tarde el hijo de ese profesor se suicidó, y yo pensé «¡ja!, ¡le está bien empleado!».

Todos reímos con incredulidad. Anne interpreta la historia como la prueba palmaria de la importancia de dar una formación adecuada a los maestros, de modo que estén equipados para resolver convenientemente todo tipo de situaciones; porque si no, dice, al final es siempre el niño el que tiene que lidiar con ello, no sólo con la violencia —física o simbólica— de cada incidente, sino también con complejos de culpa que, como la anécdota de Cosette pone en evidencia, se arrastran el resto de la vida.

Cosette pincha una aceituna y dice «oh, yo estoy bien, no te preocupes», y yo pienso en lo triste que resulta esperar a que sea un profesor de universidad quien le explique a la gente cómo de absurdo es obligar a los huérfanos a preparar regalos el día de la madre.