Jonas, el novio de Maria, nos propuso participar en una especie de manifestación ciclista que tiene lugar todos los últimos viernes de mes y que se llama Masa Crítica, «Critical Mass». Inflo los neumáticos de mi vieja bici verde y nos encontramos con él y con unos amigos suyos en un kiosco de bebidas de Neukölln. Jonas compra dos Lager de medio litro; abre una y mete la otra en su mochila. Varias personas pasan recogiendo firmas para la celebración de un plebiscito sobre la adecuación de la calzada al tráfico ciclista. Quince minutos después el barrio está colapsado de bicis y empiezan a sonar los timbres: hemos alcanzado la masa crítica y hay que ponerse en marcha.
A nuestro alrededor vemos gente de todas las edades; muchos conducen con una mano y tienen en la otra una botella de cerveza; alguno lleva un remolque con bafles y va pinchando música desde el iPhone. También hay alguno que va en patinete, o en triciclo, o en silla de ruedas. Al llegar a los cruces dos o tres valientes se paran para contener a los coches cuando cambie el semáforo.
—¡Eh, quitaos de en medio! —grita un conductor— ¡El semáforo está en rojo!
—Lo siento, somos un grupo de ciclistas y no podemos separarnos.
El conductor se baja del coche y nos increpa haciendo gesticulaciones de drama calderoniano.
—¡Panda de cretinos! ¡¿Alguno de vosotros ha leído el código de circulación?!
Ahora que lo menciona, el artículo 27 del reglamento de tráfico alemán determina que un grupo de más de 15 ciclistas es considerado como un gran vehículo. Esto significa que pueden ocupar carriles enteros de la calzada y que la circulación del grupo no se puede interrumpir en un cruce. En otras palabras: el pelotón debe continuar circulando aunque el semáforo se haya puesto en rojo. Lo interesante es que este artículo del código se aplica tanto a un grupo de 16 ciclistas como a uno de 16.000.
A lo largo de la noche nuestro pelotón llegará a tener casi tres kilómetros de longitud y a ocupar los cuatro carriles de las principales arterias de Berlín. Pensábamos que se trataría de una concentración simbólica, cosa de hacerse la foto y marcharse a la bodega, y al final nos pasamos cuatro horas pedaleando sin parar por todo Berlín Oeste, de Schöneberg a Wedding, para arriba y para abajo, hasta sumar 40 kilómetros largos. Por una noche los ciclistas hemos podido decir, como dijo hace cuarenta años cierto camaleón político hispano, que la calle es nuestra.
Kathleen y yo entonamos el estribillo de una vieja canción de Die Prinzen que empieza «jeder Popel fährt 'nen Opel», y que en castellano viene a querer decir: «los memos conducen un Opel, los capullos conducen un Ford, los tontos un Porsche, los gilipollas un Audi Sport, los tarados van en un Manta —ya he dicho que la canción es vieja—, los pringados en Jaguar: sólo quienes saben disfrutar van en bici y siempre llegan antes a los sitios». Si lo sé me traigo el ukelele. La gente sale a los balcones, aplaude, ríe, baila, nos jalea, nos hace fotos. Un mendigo que está durmiendo en el portal de un banco levanta el brazo por debajo de los cartones y hace el gesto de la victoria. Dos muchachas estupefactas nos preguntan adónde vamos: «¡a una fiesta!», responde el que pedalea delante de mí. Un chico y una chica salen de una discoteca y echan a correr por la acera en sentido contrario, desmelenados, en busca de sus bicicletas, mientras gritan «¡vamos con vosotros!».
De todos modos, conviene no sobreinterpretar el entusiasmo de los espectadores. Si uno saliera a la calle con un chaleco explosivo y pegando tiros al aire, la reacción de la gente quizá no sería muy distinta: fotos y gritos, aplausos y bailoteos. Así ocurre —literalmente— en la peli que acaba de dirigir Jodie Foster. Hace unos meses caí casualmente en París una mañana en la que todos los quais del centro estaban invadidos por una quedada de moteros, y el personal de a pie estaba enchanté de la vie. Yo fui el único que cruzó hacia las Tullerías haciendo la peineta con las dos manos.
La Masa Crítica tiene lugar desde hace años en todas las grandes ciudades del mundo los últimos viernes de mes. En Madrid los jueves, porque los ciclistas los viernes también van de bares. «¿Cómo es que no nos hemos enterado de esto antes?», nos preguntamos. A lo mejor no es culpa nuestra, ya que el movimiento ha ignorado conscientemente a los medios de comunicación, no ha emitido comunicados, no concede entrevistas, no tiene portavoces, no fija su ruta de antemano, y los periodistas, quizá algo picados, suelen hacer como si no existiera. La Masa Crítica existe en el entresuelo de la realidad y la leyenda, es un viernes de carnaval sostenible y sostenido, es un tren fantasma electrizante que aparece de improviso no se sabe dónde, es la Santa Compaña de ese otro mundo que también es posible.