Plano secuencia de cena con Eduardo y Laura, por encima de unas verduras al horno.
—¿Y? ¿Estaba bien? ¿O era una mierda como todas las demás?
Hablamos de la última película de Woody Allen. Kathleen responde que efectivamente era un poco birria, pero que Irrational Man nos había gustado más. Laura cuenta que cuando la vieron en París a Eduardo le daba la risa floja porque la encontraba ridícula, y que los franceses —que estaban viendo aquello como si fuera un clásico de Dreyer— volvían hacia él miradas llenas de reconvención.
—Ya —digo yo—, a mí también me dejó bastante frío. En cambio la de Magic in the Moonlight terminó entusiasmándome: la primera hora era bastante rollete, pero luego tenía un giro muy ingenioso.
—¿Y salía algún negro? —pregunta Eduardo.
—Eh... no, no que yo recuerde.
—Creo que en toda la producción de Woody Allen sale un único negro, y además es una prostituta: era en Poderosa Afrodita... No, no, en Celebrity. Porque en Nueva York no hay negros, como todo el mundo sabe...
Luego hablo de la que realmente es mi película favorita de Woody Allen de siempre: Zelig, un falso documental disparatado sobre un judío que se transforma en el prototipo de cada círculo social en el que cae. Lo que me gusta es esa forma desacomplejada de plantear un relato alegórico, sin cuidarse de justificar lo sobrenatural con la coartada de los polvos mágicos, como hace en otras películas.
—De polvos mágicos chinos —repone Eduardo—, porque los chinos siempre son magos. O tienen una lavandería. Porque, como todo el mundo sabe, China está llena de lavanderías y de sótanos misteriosos con gremlins y armarios de desaparición.
De pronto se le ilumina la cara con el fogonazo de la ocurrencia:
—¡Gremlins y lavanderías! ¡Una combinación con un potencial apocalíptico impresionante!