Hacemos trasbordo en Valladolid. El tren que va a Santander tiene sólo dos vagones, y nuestra reserva está en el 3.
—Ya —dice el maquinista—; hoy han puesto sólo dos. Sentaros donde podáis.
El tren se bambolea a través de la planicie palentina, parando en pueblos decrépitos. Monzón de Campos: puertas tapiadas, tejados medio derruidos, edificios abandonados y ocupados y vueltos a abandonar. Una pintada roja en la tapia de una ruina: «¿Quién gana con esto?».
El interventor tiene la cabeza de Dionisio Ridruejo antes del decreto de unificación, cuatro pulseras con la bandera de España, una pegatina rojigualda en la maquinola de leer códigos de barras y un pin sospechoso en la solapa. Le pregunto si este tren no para, por un casual, en Molledo.
—No para, no.
Qué vergüenza: para en Amusco y no para en Molledo, que tiene siete habitantes más. Otro día, al pasar en el cercanías por Corrales de Buelna, vemos un letrero muy grande que pone «F.E. de las JONS», con el yugo y las flechas. Cubre una tapia que tendrá lo menos siete metros de largo, y nadie se ha animado a pintar encima. Me recuerda un chiste que salía en el último número de Mongolia:
—¿Por qué votó usted al PP en las últimas elecciones?
—Porque no pude votar al general Mola.
Es un poco tonto pero me hizo mucha gracia. Ahora me hace menos.
En Molledo se nos unen Adelaida, Toño y Gabrielillo. Queremos hacer picnic en el monte de Canales y paramos en Silió a ver la iglesia románica, que le hace ilusión a Adelaida porque en Andalucía no hay ninguna. Nos la encontramos cerrada. Sentados en un banco de piedra, tres paisanos se entretienen en despellejar vecinos. Les preguntamos si la llave de la iglesia la tiene alguna beata del pueblo, como en tiempos.
—No, ya no. La llave la quitó el obispo.
Ahora sólo se puede visitar la iglesia los domingos de doce y media a una y media, durante la misa. No sé si es una forma de atraer ateos a la iglesia o de evitar que entren en ella quienes de otro modo no la pisarían. La misa de diario también la quitaron por falta de curas: ahora sólo hay uno que debe atender diecinueve parroquias.
Dos días después bajamos caminando a Helguera y nos encontramos abierta la iglesia mozárabe. Nos metemos en ella de cabeza, aunque en el interior no hay gran cosa. Una sacristía llena de trastos y un retablo con mucho perifollo. A nuestra espalda oímos una voz:
—Los que han visto el retablo antiguo dicen que era muy bonito, pero le colocaron encima este otro y ya no se puede ver.
Quien nos habla es un sesentón con camisa blanca, gemelos de oro y zapatos impolutos. Habla un español muy correcto aunque conserva el acento escurrido británico, que ya no se quitará nunca. Es, como supuse enseguida, el inglés que compró la casa de mi tía abuela Citas, y resulta que hoy, en esa misma iglesia, se celebra la boda de su hijo. Nos dice que su padre había trabajado de ingeniero en la región, y se lo llevó de chico a pasar varios veranos allí; años después, cuando murió su primera mujer, se prejubiló y se vino a vivir al valle. Terminó casándose en segundas nupcias con la otra extranjera del pueblo, que era una colombiana. Nos habla de los interminables trámites que hubo de hacer para casarse por la iglesia. Aunque él es traductor jurado no le aceptaron sus propias traducciones.
—Eso todavía lo puedo entender —dice—, pero lo que me fastidia es que tampoco aceptaron las traducciones notariales que pagué. Me fui a un amigo traductor y éste me dijo «lo que vamos a hacer es meterle algunos latinajos», y yo dije «perfecto; y ponle también todos los sellos que encuentres». Y con todo aquello los impresionamos y al fin pudimos casarnos. Pero después yo me fui al cura y le fui poniendo delante documentos: «este me ha costado tantos euros; este, tantas libras; este de acá, otro tanto... Y cuando me encuentre con parejas jóvenes le diré que se casen por lo civil y se gasten el dinero en muebles».
Está muy irritado con el cura que va a decir la misa a Helguera. Dice —y es algo que me ha confirmado luego un primo de Molledo— que se baja del coche con la casulla puesta y se vuelve después de misa sin hablar con nadie.
—Y yo le digo «oiga, si tiene tanta prisa no venga, que ya cojo yo el coche y voy a misa a otro sitio».
Para la boda el inglés se ha traído a otro cura que es amigo suyo.
Por la tarde estamos todavía por ahí, sesteando en unos bancos que hay entre la iglesia de Helguera y el cementerio. La escena es de una elevada graduación simbólica. A las cinco hay entierro —se ha muerto una mujer con 102 años—, y llega el cura titular. Yo estoy aún amodorrado por una siesta de guerrilla que me acabo de echar y leo al tran tran una novela de Isaac Bashevis Singer. El cura se sienta junto a mí. Me decepciona que no lleve puesta la capa pluvial, sino una simple camisa gris de clergyman. Es un gordinflas de aspecto aburrido, calvorota, bastante estrábico —«lleva un ojo en la espalda», dirá Adelaida más tarde—. Tiene un smartphone y consulta en él alguna cosa, moviendo el índice de arriba abajo. Se le acerca una parroquiana a hablarle del nuevo calendario de misas diocesano. Él mira con un ojo a la parroquiana y con el otro el teléfono. La Providencia es sabia.