Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 13 de agosto de 2016

En Madrid mi madre plancha y mi padre ve los Juegos Olímpicos. Cuando la cosa se pone emocionante se palmea las pantorrillas. Mi hermano se ha ido de vacaciones y les ha dejado el hámster de los nietos, para que lo cuiden. El hámster se llama Rolo, y yo creo que para él estas semanas también son de vacaciones, porque durante el curso mis sobrinos lo lanzan por el aire, lo meten en laberintos de cartón y le hacen luchar contra los Lego ninja.

Rolo es un ratoncejo organizado y modoso, que por las mañanas barre la jaula y pone orden en sus mondas y sus cáscaras. También recorta papeles ansionamente y con las virutas hace nidos en los que se esconde. Cuando hace mucho calor, no: cuando hace mucho calor se despatarra sobre el suelo, como haría cualquier hijo de vecino. Come pipas y pienso, y cuando le dan un trozo de queso lo guarda en un iglú de plástico que tiene en la jaula.

Hace poco le compraron una bola de plástico transparente con muchas ranuras; se mete al hámster dentro y se vuelve a cerrar por completo. Así, Rolo puede darse paseos por la casa sin miedo a que lo pisen.

—Anda, vete a buscar al abuelo —le dice mi madre. Y asegura que muchas veces se va para el salón, donde mi padre está jaleando a Rafa Nadal.

—¡Mira tú que hablarle al ratón! —protesta él—; ¡te vas a volver tarumba!

Pero luego, cuando nadie le ve, se acerca a la jaula y dice: «¡No te escondas tanto! ¡Que se te ve el culito!».

Rolo no aguanta mucho tiempo en la bola. Al cabo de media hora se cansa y se pega a las canillas de algún humano para que lo saquen de allí y lo metan en su jaula. Luego mi madre busca un libro gordísimo que tiene a medias y se sienta un rato a leer. 

Kathleen y yo nos escapamos para ir a las fiestas de San Cayetano, el santito del verano. Javier Ruibal da un concierto en la plaza de la Paja. Cuando llegamos están actuando todavía los miembros de la asociación castiza que organiza la verbena. Son dos docenas de viejitos vestidos de chulos y chulapas que se contonean trabajosamente y hacen como que cantan mientras suena por los altavoces un chotis acerca del salero incomparable de los madrileños.

—Qué pena —dice Kathleen, señalando a un grupo de castizas—, se conoce que a aquellas de allí se les ha muerto el marido y tienen que actuar solas.

A lo mejor el marido no se ha muerto sino que se ha quedado en casa viendo la tele, como mi padre, y cuando su señora le pidió que se pusiera el chaleco de mezclilla con un clavel en la solapa, le respondió: «anda y que te ondulen con la permanén».

Ruibal hace comentarios políticos entre una canción y otra, como por ejemplo: «si seguimos retrocediendo corremos el riesgo de conocer personalmente a Isabel II». El concierto está muy currado y si hago abstracción de los gorgoritos flamencos consigo disfrutarlo medianamente. Es una pena que la mitad de la gente que abarrota la plaza haya ido allí a hablar.

—Ah, que toca Fulano —se han debido de decir—. Vamos allí a hablar, que no hay en todo Madrid otro sitio en donde hacerlo.

Volvemos a casa y nos asomamos a ver a Rolo, que está en plena fase anfetamínica. Cuando volvamos de Madison el pobre ya estará criando malvas. Por algún motivo, esto nos da más pena que si estirase la pata en ese mismo instante.