Ha sido una tarde ciclista y ciclotímica. Como otras veces con este tiempazo que nos está haciendo saco la bici y me doy un garbeo a última hora de la tarde. Llego a Hony, me meto a ver las vacas de la granja e inspiro profundamente para llenarme los pulmones de ese entrañable olor a boñiga y humanidad que expele el establo. Luego subo todo tieso a Ham, que se dice pronto, porque es una pendiente del 35% que hay que subir en primera y echando el bofe, pero merece la pena porque lo que se ve desde arriba no ha cambiado desde 1930. El pueblo son seis o siete casas y una fuente junto a un viejo abrevadero. Bebo unos buchitos, saludo a una vieja y emprendo la bajada a Esneux, que tiene su aquel porque es un sendero muy estrecho y lleno de hierba entre dos cercas de espino: hay que meter la rueda en un carril que han hecho los ciclistas a base de pasar por allí, apretar los dientes y no frenar hasta entrar en el bosque, porque si uno se pone nervioso empieza a dar volantazos con el manillar y se empotra.
Yo bajo templado como un machote, pero al llegar al bosque la bicicleta se detiene con un suspiro cansado: el neumático delantero está más desinflado que la moral de Pablo Iglesias.
—¡Maldición!
Entonces recuerdo que en la alforja llevo un invento para estas situaciones, que aún no he tenido necesidad de probar. Se trata de un pequeño aerosol con un tubito que se acopla a la válvula y rellena la rueda con un gas pegajoso. No repara el pinchazo pero sí te permite volver a casa.
—¡Ja!
Sigo las instrucciones, enrosco el tubo en la válvula y aprieto el espray. La rueda no se hincha, pero entre la válvula y el tubo empiezan a salir grandes borbotones de algo que parece nieve carbónica.
—¡Maldición!
Con un trapo limpio el desaguisado y empiezo de nuevo, aunque esta vez hago fuerza con los dedos para que la válvula entre bien en la rosca. La rueda enseguida se pone farruca.
-¡Ja!
Ahora bien, no hago más que bajar dando tumbos hasta la pista ciclista y de nuevo voy dando en el suelo con la llanta.
—¡Maldición!
Estoy doce o trece kilómetros de Tilff, el sol comienza a decliar y no me he traído el cepillo de dientes. Miro el reloj: como es la línea que cojo a diario, sé que en menos de un cuarto de hora parará el tren en Esneux. La estación está a menos de un kilómetro.
—¡Ja!
Me lanzo a correr arrastrando la bici y despertando la hilaridad de los moteros. Mientras, repaso mentalmente mi situación. Recuerdo que he traído dinero suficiente para comprar un helado y acaso para un billete sencillo de tren, pero no para pagar el suplemento de bicicleta, y menos aún si le añaden el impuesto revolucionario que cobran por comprárselo directamente al interventor.
—¡Maldición!
En esto, pasa junto a mí un autobús con un letrero que dice «servicio especial SNCB», y como soy un as de la pragmática deduzco que por algún motivo se ha interrumpido el servicio de trenes y han puesto un servicio gratuito de autobuses.
—¡Ja!
Sigo el autobús con ojos de náufrago, veo que da la vuelta en una rotonda, deja atrás la estación sin hacer alto y coge la comarcal a todo trapo.
—¡Maldición!
Detengo el autobús con un gesto que no deja lugar a la negociación. El conductor abre la portezuela, me confirma que no hay trenes y me deja montar a pesar de que generalmente las bicicletas están prohibidas.
—¡Ja!
Entro sudando a chorros. Dentro hay cuatro niños judíos ortodoxos: dos son adolescentes y dos más pequeños, dos son varones y dos chicas. Uno está atento, otro aburrido; una está alegre, otra está triste, y sus ojos fijan sobre mí esas cuatro expresiones. El mayor saca una botella de agua de una mochila, llena vasos de plástico y los reparte entre sus hermanos. Después abre una caja de caramelos y van escogiendo por turnos. El cuadro tiene una solemnidad eucarística. La judía más mayor no tendrá más de diecisiete años y es muy bonita; lleva una camiseta con la bandera norteamericana y una falda vaquera, y me radiografía con sus grandes ojos verdes mientras saborea su caramelo. Me ha parecido ver que es de fresa. Los chicos llevan gorras de béisbol, pero el pequeño se la quita y se ve que debajo lleva puesto el yármulke.
Miro a mi alrededor y observo con sobresalto que los demás pasajeros del autobús son también completamente atípicos. Hay una muchacha que tiene media cara llena de mataduras, aunque se ve que ya está casi restablecida del todo. Al fondo, tres mujeres de aspecto mestizo repiten algo que suena como «ie», o «yeah», bastante fuerte. Otra chica lee un libro de páginas amarillas por el ácido, que dato a ojo entre 1955 y 1970. Pienso en que todo lo que me está ocurriendo esta tarde es muy raro, como de novela de Bolaño o de película de Krzysztof Kieślowski. Los judíos me siguen mirando sin disimulo y no sé por qué me figuro que tienen algo que ver con todo eso tan raro que me está ocurriendo esta tarde, que unos y otros han estado interfiriendo con el azar según sus respectivas sensibilidades, diferentes como las cuatro caras de un dreidel, como los cuatro vientos que impulsan la rueda de la fortuna, hasta que han decidido dejarlo en empate y soltarme como un pelele en Tilff.