Cuando iba al trabajo mi padre limpiaba sus zapatos todas las mañanas con los artilugios que guardaba en un pequeño cajón de limpiabotas. El cajón, de madera de pino, desprendía un olor penetrante a taller, y sus dos puertecillas estaban conectadas por una biela de modo que se abrían al mismo tiempo. Mi padre cepillaba sus zapatos en el balcón de la cocina y los lustraba con betún mientras yo me bebía soñoliento el Cola-Cao. Treinta años después le pregunto si tiene crema transparente para unos mocasines y me los quita de las manos:
—¡Anda, anda! ¿Adónde vas con eso?
Al cabo de diez minutos me los devuelve como nuevos: ya no se ven las rozaduras ni el saliente blanquecino que hizo el dedo gordo. Y con esos zapatos inauguro dos días más tarde el congreso de hispanistas que me retiene en Europa.
Todo lo que le pido a un congreso, cuando soy yo el que lo organiza, es que no haya catástrofes naturales, que nadie se aburra hasta el punto de autolesionarse y que el hotel al que llegan los invitados esté abierto. Las dos primeras expectativas se realizan, lo que constituye un éxito moderado pero suficiente. Las ponencias no son disparatadas y sólo una de las participantes anula su viaje.
Poco antes de que comience la conferencia de José Antonio P. B. hace aparición un espectador inesperado. Como escapado de una novela de Wells, con los hombros treinta centímetros por detrás del centro de gravedad, una gorra a cuadros, una chaqueta de cuero más descolorida que la mía y anacrónicas patillas de chuleta, Roger D. produce un considerable efecto entre la concurrencia. Pero el espectáculo no ha hecho más que empezar: apenas ha empezado a hablar el catedrático salmantino, Roger se levanta de su asiento y avanza hasta la cabecera de la mesa para sentarse al lado del ponente. Con una mano hace trompetilla alrededor de la oreja, pero su audición no debe de mejorar mucho porque casi inmediatamente se queda dormido. Media hora más tarde se despierta y tamborilea impaciente sobre la mesa. En la mesa hay un micrófono encendido y el tamborileo resuena como una caja que tocase a instrucción. A la conferencia sigue una mesa redonda que clausura el encuentro: nuestro visitante resopla varias veces, continúa tamborileando y, cuando estamos llegando a las conclusiones, pide la palabra.
Roger advierte que lo que va a decir no guarda demasiada relación con el tema del congreso. Se presenta de un modo algo elíptico como un residuo histórico de la universidad, y rememora las manifestaciones científicas que se organizaban cuando él estaba en activo, hace doscientos treinta años. Entonces, a la gente que quería intervenir se le acercaba un micrófono; ahora, sin embargo, descubre que todo el mundo habla con una rápida alternancia de turno, y se entienden sin que él sea capaz de oír nada. Esto —dice— le parece portentoso.
Con estas sabias consideraciones terminamos el encuentro y abrimos las botellas de vino de rosca que Jéromine compró a ultimísima hora en un Carrefour. Poco a poco los asistentes se van despidiendo y salen del paraninfo camino de la estación; Roger, en cambio, no sale ni con agua caliente. Alguien le ha presentado a David, mi suplente, y lo está volviendo loco. A una distancia prudencial afino el oído y compruebo que le está hablando, como a todo el mundo, de sus libros, que quiere legar a la biblioteca de Románicas. No obstante, una comprensible y no del todo consciente resistencia a desprenderse de ellos sabotea sus planes, porque son tantas las trabas y los impedimentos que se inventa a cada paso que el traspaso de un número de ejemplares muy razonable lleva estancándose cerca de tres años. Roger propone complicados procedimientos que luego él mismo descuida u olvida cumplir. El año pasado, después de muchos encuentros y prolegómenos, confeccionamos una lista de los volúmenes que nuestra universidad tendría interés en albergar. Meses después la perdió, igual que extravió la copia que le envié —dos veces— por correo electrónico; le he dado en mano una fotocopia, y ahora se le ha ocurrido que para interpretar esa lista es del todo imprescindible un plano con la ubicación de las estanterías. Yo le dije el otro día por teléfono que recuerdo haber visto dicho plano y que incluso creo tener una copia que me dio hace dos o tres años, pero que me resulta difícil encontrarla porque he ordenado mi despacho con vistas a la excedencia.
—Si no apareciera el plano tendría que venir alguien a casa para copiarlo, porque yo tengo el original, pero como está dibujado con tinta roja no saldrá bien en la fotocopia...
David atiende con una cortesía verdaderamente heroica.
—Pobrecito —me dice Jéromine en un aparte—; ¿vamos a salvarle?
—No, déjale cinco minutos más. Esto también forma parte del trabajo.
Todo está bajo control y puedo irme tranquilo a otro continente, o a donde quiera que Roger no pueda encontrarme.