Mi aterrizaje ha coincidido con un veranillo de San Miguel de inusitada suavidad. Los primeros días todavía vamos todos en mangas de camisa, comemos en la calle y andamos en bicicleta. Ahora ya ha empezado a entrar el otoño, pero con una timidez poco habitual en la región, si hemos de hacer caso a los taxistas. Los arces se oxidan majestuosamente, los escarabajos se cuelan en las cocinas y los vecinos llenan sus porches de calabazas.
En Bélgica los jardines suelen estar detrás de las casas, de modo que desde la calle uno sólo ve fachadas y muros de hormigón de tres metros de alto. Aquí, en cambio, como sabemos —sin saberlo— a través de innumerables películas, los jardines están alrededor de las casas y no hay muros que los oculten, sino generalmente vallas de madera bastante bajas y con los listones separados unos de otros, lo cual facilita que las ardillas y los conejos corran a atender sus negocios. Desde la calle se ve a la gente encender parrillas o tender la ropa al fresco. Nos sorprende también que pegados a las casas o a las aceras haya árboles enormes; no es raro encontrar ejemplares de más de un metro de diámetro, con copas soberbias que avanzan sobre la calzada y los tejados. Como, además, la mayoría de las viviendas y de los postes del tendido eléctrico son de madera, muchos barrios, como el nuestro, transmiten una reconfortante sensación orgánica.
Entre los motivos tópicos y muchas veces falaces por los que en Europa admiramos este país nunca he oído mencionar estas cosas que, sin embargo, forman una parte reconocible del imaginario visual norteamericano.

No sé si por dejación o por ruina municipal, el alumbrado público en Madison es escaso, apenas el mínimo imprescindible para que se pueda ver a los peatones en los cruces. Esto, que podría producir aprensión en alguien más noctívago y gallina que yo, me gusta, porque hace que la noche parezca más noche. Un par de veces, antes de que se alumbre la farola, salgo con el ukelele y me siento a tocar en el porche, avergonzándome casi de no tener las preocupaciones del 99% de los estadounidenses y de poder pasar diez meses viviendo en el país en el que Hollywood quiso hacernos creer que viven.