Alquilamos durante dos horas un coche y fuimos a comprar algunos productos que no encontramos cerca de casa. Por ejemplo, disfraces de Halloween. Cuando uno está en América no puede dejar de hacer algo sólo porque sea una americanada; además, hasta ahora la gente se ha limitado a amontonar hojas secas en las esquinas y a adornar los porches con calabazas, creando así una simpática atmósfera de festejo agrícola.
—Y si no celebráramos Halloween —me advirtió Kathleen— nos llenarán la puerta de espuma de afeitar.
Así que fuimos a una nave industrial de las afueras en la que sólo se venden disfraces y complementos para la ocasión. Había máscaras de stormtroopers, sangre artificial, tatuajes que simulan cicatrices, barbas postizas, sombreros de bruja y esqueletos autómatas que tocan el banjo. No queríamos nada que tuviera demasiado plasticurrio, lo que simplificaba nuestro dilema reduciéndolo a una estantería. Yo compré una especie de peluca de felpa con cuernos y Kathleen un gorro peruano con aspecto de monstruo fosforescente sorprendido en el momento de morderle la cabeza. Mi intención era disfrazarme de diablo, echándome por encima una manta de punto naranja, pero unas veces parecía una cabra y otras la abuela de Caperucita después de que se la hubiera comido el lobo. El caso es que pusimos un disco de canciones goliárdicas interpretadas con instrumentos medievales, que dan mucho canguelo, y nos sentamos a esperar.
De acuerdo a una estimación conservadora recibimos la visita de 53 niños. Un ninja, dos diablos, tres esqueletos, dos víctimas de un accidente de tráfico, un murciélago, un jugador de béisbol zombi, una princesa, una mariposa, un ratón Mickey, una vaca, un búho, otro zombi, una hamburguesa y un miembro de una banda de heavy metal que de todos modos no conoceríamos. Casi todos los niños llaman al timbre y nos miran en silencio, con cara de pasmo. Sólo alguno musita tímidamente la consabida contraseña de «truco o trato», como si ya nos hubiera llenado la puerta de espuma de afeitar y sus padres —que contemplan la escena desde la acera disfrazados de minions— les hubieran obligado a venir a disculparse.
Entre dos visitas Kathleen me enseña un comentario que Jonathan, su anfitrión en la universidad, acaba de publicar en Facebook. En él cuenta con cómo ha acompañado a su hija de cuatro años a pedir golosinas por el barrio. Ella iba vestida de superheroína, con un mono violeta —su color preferido— y una estrella cosida en la pechera. Cuando le abrían una puerta señalaba a su padre y explicaba: «yo soy Super-Abby y este es Superpapá. Es mi némesis, y estoy protegiendo de él a todo el Estado. Y a mi mamá». Su hija —confiesa— no le deja en muy buen lugar, pero le enorgullece que haya usado la palabra «némesis».
A la hora de cenar llaman a la puerta dos chicas de unos dieciséis años. Una lleva puesto un mameluco y se ha pintado con desgana pecas en las mejillas, como se supone que es un niño pequeño en las tiras cómicas. La otra no parece llevar ningún disfraz.
—¿Y tú de qué vas? —le preguntamos.
—De persona de los años 80.
Bebés y personas de los años 80: dos terrores mucho más pandémicos y cotidianos que los esqueletos, los diablos y las vacas.