Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

martes, 8 de noviembre de 2016

En ninguna otra noche se come más pizza que en la noche electoral. Nosotros vamos a seguir el escrutinio en el Majestic, uno de los teatros de Madison. Habrá que llegar a las ocho con un par de cervezas en el cuerpo, porque la recta final se anuncia muy reñida.

No he seguido demasiado las campañas, pero sí he visto en la tele spots en los que ambos candidatos se descalificaban en términos bastante brutales. En uno sale Hillary poniendo cara de perro, y en otro Trump se contonea como si se le hubiera metido una cucaracha en los calzoncillos. Lo que sí seguí con atención fue el tercer debate, en el que Hillary nos sorprendió con declaraciones que en España sólo se han oído en boca de comunistas declarados: «¡Tenemos que subir los impuestos a los ricos! ¡Hay que apoyar a las clases medias y populares para que puedan salir adelante! ¡Hemos de impedir que los bancos vuelvan a ver compensadas sus políticas irresponsables con dinero público!». Unos días después le pregunté a Jonathan G., el colega de Kathleen, si se lo creía.

—¡Claro que no! Son cosas que Hillary tiene que decir, y todo el mundo sabe que las tiene que decir. Es parte del teatro de la campaña. Lo más probable es que el día anterior se encontrara en una recepción con varios magnates de las finanzas y les avisara de que tenía que salir en televisión y decir que son muy malos. Ellos la tranquilizarían y le firmarían otro cheque para su fundación.

El tercer debate parecía confirmar un lugar común según el cual lo único que Hillary tiene que hacer para ganar las elecciones es dejar hablar a su oponente: en algún momento soltaría algún disparate que le haría quedar como un descerebrado. Antes de ayer el New York Times llevó esta hipótesis a la práctica, reservando dos páginas enteras a Donald Trump. En ellas recopiló los 282 insultos que ha Trump ha prodigado en Twitter desde junio. Allí podía leerse que los líderes europeos son débiles, que Bill Clinton está sobrevalorado, que Obama no tiene ni idea, que Mitt Romney fracasó como un perro porque no tiene agallas, que los políticos son incompetentes, que Samuel L. Jackson hace demasiados anuncios, que los comentaristas de la CNN son aburridos, que el servicio de T-Mobile es muy malo y que Neil Young es un completo hipócrita.

Quedarse en el desconcierto por el tirón electoral de estas afirmaciones no es sino una modalidad arrogante de la ignorancia. El cuarenta y tantos por ciento de la población que votaría a Trump seguramente esté algo peor informada que los demás, pero no han pasado los últimos meses en una cueva. Es gente que se escucha con agrado los exabruptos de Trump, unas veces por lo que dice —los supremacistas teóricos, fundamentalistas bona fide, libertarios vocacionales u homófobos genuinos—, y otras por el modo de decirlo. En este último caso seguramente se encuentren muchas personas que no han formalizado su ideario político más allá de la simpatía o antipatía epidérmica:

—Normalmente no me gustan los negros / ateos / sociatas / invertidos, pero tú eres una excepción (de momento).

Y resulta que muchas de estas personas se aburren viendo la CNN, se sienten estafadas por los contratos de T-Mobile, creen que Samuel Jackson hace demasiados anuncios, detestan la música de Neil Young y ven con cierta satisfacción que un vándalo entre en el exclusivo club de la alta política y se cague en la piscina.


La semana pasada el New Yorker publicó un artículo muy esclarecedor sobre esto, sobre la construcción de algo parecido a una conciencia de clase en la «basura blanca», sobre la desilusión de quienes han perdido la seguridad vital por el entusiasmo globalizador de Bill Clinton, sobre el hecho paradójico de que se entusiasmen por la retórica de un partido que va contra sus intereses. En un artículo de esta mañana Isaac Rosa insistía en alguno de estos aspectos y sugería que «[e]l mismo pasmo que sentimos por el auge de Trump, lo podrían sentir muchos norteamericanos con la victoria electoral del PP».

Rosa señalaba asimismo curiosas coincidencias entre el candidato norteamericano y el partido conservador español. ¿No encajaría perfectamente en este último un millonario que quiere acabar con el Estado, que ha reconocido defraudar a Hacienda, que ha mentido repetidamente, se ha contradicho en ocasiones sin cuento y sólo reconoce un logro cuando es suyo, o unas elecciones cuando las gana?

Trump y el PP tienen algo más en común: la ventajosa fidelidad del voto cristiano. Para las confesiones más radicales hay opciones legislativas que se sobreponen a todas las demás y las relativizan hasta la insignificancia. El aborto, por excelencia. Quien mantenga férreas posiciones pro-vida y crea necesario proteger el embrión aun en el caso —por desgracia no siempre hipotético— de una madre adolescente violada cuya vida se pondrá en peligro si lleva a término el embarazo, votará a Trump aunque esté en desacuerdo con él en todo lo demás, igual que en España ha votado (hasta ahora) al PP.

Un ejemplo paradigmático de la primacía de la retórica sobre el contenido es el caso de los e-mail. Aparte de la insólitamente inoportuna intervención del FBI, ya mencionada, parece disparatado que se emplee como arma política la acusación de que Hillary Clinton escribió cientos de miles de e-mails, y que muchos acabaron en un ordenador de un colaborador suyo. Lo alarmante sería lo contrario: que no escribiera e-mails, o que no acabara recibiéndolos el destinatario. El contenido de esos correos electrónicos era desconocido la semana pasada y hace un par de días fue oficialmente calificado de irrelevante. Parece que hubo un uso ligeramente inapropiado de un servidor público desde un espacio privado, o viceversa, pero elevar todo este asunto a la categoría de conspiración criminal desacredita mucho más al acusador que al acusado, ¿no? Jonathan me explica por qué no:

—Piensa en toda esa gente que ha quedado excluida de la educación superior, y que ve la tecnología digital como una nueva forma de sector terciario que ha permitido la deslocalización de empleos y ha arrasado formas de producción tradicionales de las que hasta ahora dependía. Toda esa gente oye la palabra «e-mail» y empieza hiperventilar.

Esa es, quizá, la única forma de que la escandalera de estos días tenga algo de sentido. No se trataba de incriminar seriamente a Hillary Clinton, sino tan sólo de presentarla como «uno de esos mequetrefes que escriben e-mails».

Es imprudente, por lo tanto, creer que lo que dice Trump son sandeces desconectadas de la estrategia política de su partido, aunque ciertamente cortejan a un electorado muy distinto del que hasta el año pasado formaba sus bases naturales. Como explicaba el Washington Post esta semana, es el Partido Republicano, y no Donald Trump, el que ha anunciado el bloqueo incondicional a Hillary en el Senado y en el Congreso, el que impide que se cubran vacantes en el Tribunal Supremo, el que ha propuesto paralizar el gobierno con una pila de demandas judiciales, el que ha apartado de su función original instituciones como el FBI para ponerlas al servicio de —en sus propias palabras— una guerra sin cuartel contra Hillary. Varios de los republicanos más significados han devuelto su apoyo a Trump en las últimas semanas, tras un discreto psicodrama dedicado a sus clientes menos radicales. 

Las últimas encuestas acercan la intención de voto de ambos candidatos, y parece que todo lo van a decidir algunos Estados en los que la lucha es ya cuerpo a cuerpo. Yo temo que la columna de indecisos e incluso la de demócratas encubra a votantes de Trump, precisamente porque apoyar a Trump es políticamente incorrecto y porque las encuestas las hacen mequetrefes que escriben e-mails a los que sería placentero engañar alguna vez.

—En última instancia —dice Jonathan—, lo que a mí me da miedo no es Trump, sino el Congreso, que es y va a seguir siendo republicano. Hasta ahora estaba Obama lanzando balones fuera, de manera que cuando el Congreso salía con alguna gilipollez Obama la vetaba y punto. Pero si el Congreso propone una gilipollez y Trump es el presidente, dirá «¡adelante!», y allá se irán todos.