La primera consecuencia de la victoria de Trump no fue la supresión de Obamacare ni la construcción del muro de México, sino un avalancha de buenismo que provocó diabetes tipo 2 a esa estatua tan grande de Lincoln que hay en Washington. ¡Es tan fácil encontrar en internet gente con la que estar de acuerdo! Yo no uso Facebook, pero con lo que me lee Kathleen tengo de sobra: «id a abrazar a vuestros hijos...», «hacedme un sitio en Europa...», «pensad que hoy sigue existiendo en América toda la gente buena que había ayer...».
Esto último es una interpretación optimista de lo sucedido. La interpretación pesimista es que la gente buena que había ayer en América en realidad no era tan buena, o era buena en algunos aspectos pero de todos modos está dispuesta a que se hunda el mundo con tal de que su ventorrillo salga adelante y le quede algo para la jubilación. «Liberalismo» y «socialismo» son ideologías demasiado sutiles para representar la disyuntiva que se les propuso a los estadounidenses el pasado día 8. Más bien se trataba de escoger entre «vamos a intentar vivir juntos sin matarnos» y «que me den un trabajillo aunque tenga que arder Roma». Y quien dice Roma dice Líbano, Teherán o Nueva Orleáns.
Parece que la victoria de Trump se debe sobre todo a aspectos de ethos y retórica, y en materia de ethos y retórica está claro que han perdido los valores que las intervenciones públicas de Hillary Clinton, sinceras o no, han representado admirablemente: respeto del adversario, dignidad en el ejercicio del cargo, articulación en la exposición de ideas y racionalidad en el análisis.
Estos días se les ha dado el micrófono a algunos votantes de Trump, y lo que ha salido de sus bocas era cualquier cosa menos racional: mineros con las manos llenas de carbonilla decían que el magnate era uno de los suyos; madres solteras pluriempleadas aseguraban no sentirse ofendidas por los modales de Trump porque ellas son mujeres fuertes; viejecitos completamente dependientes del sistema se alegraban de que viniera alguien a zarandear el sistema.
También en el New Yorker de esta semana sale el artículo de un tipo fue a hablar con varios votantes de Trump. «No creo que vaya a construir el famoso muro —decían—; yo creo que es más bien una especie de metáfora». La respuesta casi me descabalga de la silla. La releo varias veces y termino por encontrarle una lógica bastante sutil. Si uno no ve la política como un debate racional entre diferentes modelos de sociedad, sino más bien como un espectáculo o como un deporte cuerpo a cuerpo, ¿por qué iba a regir en ella el pacto pragmático de una discusión académica? Lo que esta respuesta delata es una pragmática de grada de fútbol. Los hinchas gritan «¡vamos a patearles el culo!, ¡nos los vamos a comer!», y es verdad que cada cierto tiempo hay algún pirado que coge el rábano por las hojas e intenta comerse de verdad a un hooligan del equipo contrario, pero esto pasa pocas veces. Por lo general, patear el culo, hacer picadillo, romper el bautismo, dar leches hasta en la foto del carnet de identidad no son, en ese contexto, sino expresiones genéricas de aliento y de solidaridad grupal. Los dos bandos se enseñan los puños y desean que les rompan las piernas a los del equipo contrario, pero cuando se pita el final todos abandonan el estadio ordenadamente, lamentan el juego sucio y resumen las incongruencias con aforismos inanes como «fútbol es fútbol».
Esta es también la lógica de las relaciones virtuales: según me cuenta un joven aventurero que ha estado en internet, allí la gente se desahoga profiriendo insultos que nadie osaría decir a la cara de su peor enemigo. Hay una anécdota legendaria sobre una política —británica, en la versión que me contaron— que fue a visitar a su casa a un chico que, en un foro de internet, la había llamado «puta zorra de mierda», o algo así. Lógicamente, el chico no sabía dónde meterse. Lo mismo le pasó a Donald Trump cuando fue recibido en la Casa Blanca por un señor que, según él había reiterado hasta ese día, tenía aspecto ridículo, estaba chalupa, era un líder incompetente y, «literalmente», fundó el Estado Islámico.
Esto de «literalmente» es algo que Trump dice mucho, lo que sugiere que sus afirmaciones son para él menos metafóricas que para muchos de sus votantes, y que cuando asuma el cargo seguirá haciendo las mismas propuestas de la campaña. Una de las primeras instrucciones que dio, el jueves o el viernes de la semana pasada, fue la de establecer un censo de musulmanes. Un periodista le preguntó en qué se diferenciaba esa medida del censo de judíos que los nazis hicieron en los años 30. «No sé —respondió Trump—, dímelo tú».
Ante el escándalo de una prensa ya suficientemente escandalizada por el resultado de las elecciones, el registro de musulmanes fue suspendido —o aplazado— casi de inmediato, lo cual no hizo que el ambiente fuera menos lúgubre. En el periódico local, Isthmus, leo: «Para la liberal ciudad de Madison, la victoria de Trump ha sido un cataclismo. Mucha gente se desmorona y se echa a llorar en el trabajo o en el colegio; otros se despiertan aterrorizados en mitad de la noche. Los hay que temen por su seguridad o la de sus amigos. Unos hacen manifestaciones, otros abrazan a desconocidos o se encuentran para desahogarse en el campus y la ciudad […]. El miedo y la repugnancia son ubicuos».
¿Qué haces el sábado por la noche si los nazis han llegado al poder? Puedes salir a abrazar a desconocidos —a mí todavía no me ha tocado nada—, pero también puedes irte a escuchar un concierto de kletzmer. Claro que no es sábado por la noche, y tampoco vamos a un concierto de kletzmer, sino a uno de las Pussy Riot; y en realidad no se trata de un concierto, sino de una mesa redonda, y no están todas las Pussy Riot, sino sólo una, Masha Aliójina. La acompaña su mánager y la jovencísima directora de MediaZona, una plataforma periodística fundada por Aliójina para denunciar el sistema jurídico y penal.
En conjunto, el encuentro resulta interesante. Se enfatiza la tradición rusa de protesta política a través de intervenciones simbólicas, como aquel santo que, en lugar de recibir al zar arrojándole sal y panecillos, le mostró un pedazo de carne, con lo que quería significar que se alimentaba de la carne de sus súbditos. Esa tradición contestataria e iluminada se encarna hoy en los impactantes trabajos —entre la performance, el body art y la autodestrucción— de Piotr Pavlenski, de los que proyectan varias fotos. Las intervenciones de Pavlenski son posteriores —y en ocasiones respuesta— a las del colectivo Pussy Riot, pero aquél las explica y defiende con un discurso más organizado.
El encuentro contiene, sin embargo, varias incoherencias que desconciertan y hacen aún más incómodas las butacas. Algunos son detalles casi inapreciables. Sasha, la joven periodista, tiene un gesto reflejo muy común que consiste en recogerse el pelo detrás de las orejas con un movimiento rápido de los dedos; el gesto cae en el vacío, porque lleva los laterales de la cabeza rapados. Más delicado es el hecho de que las dos muchachas pierdan el hilo o divaguen en varias ocasiones y que entonces recupere el micrófono su mánager, que es también quien ha decidido las primeras preguntas y quien ha escogido los materiales de proyección. ¿Es sencillamente alguien con más experiencia vital y mayores conocimientos de inglés que añade información contextual? ¿O es un hombre que está mansplaining a dos mujeres lo que ellas mismas han hecho?
En cualquier caso es el mánager quien habla de la abrupta reducción de libertades en la Rusia de Putin. A principios de los noventa —recuerda— el país vivió una auténtica explosión de libertad cultural, social y artística. Para ejemplificarlo proyecta varias fotos de un pito gigante que dos artistas pintaron con spray sobre el asfalto de un puente levadizo; cuando pasaban los barcos, un rabo icónico rivalizaba en altura con el edificio más próximo, que casualmente era el cuartel general de la KGB. Los autores del grafitti no sólo no fueron perseguidos sino que ganaron un premio nacional de innovación artística. Un par de años después la situación se había degradado de forma tan radical que tres muchachas fueron condenadas a dos años de cárcel por cantar en una iglesia.
Cuando el público puede al fin hacer sus propias preguntas, éstas trazan analogías, inevitablemente, entre Trump y Putin, entre la Rusia rural y la América rural, entre la coalescencia de cristianismo y ultranacionalismo que se ha producido en ambos países. Todas las intervenciones terminan solicitando a las Pussy Riot consejos o pautas de actuación.
—You stay together —dice Masha—; you stay in your community. Keep doing what you do.
Ante unos deberes políticos tan fáciles de cumplir, el público que abarrota el Memorial Union Theater aplaude entusiasta, pero yo creo que ella no ha entendido la pregunta. Lo que le pedían no era que explicase por qué estamos donde estamos.