No es cierto que echemos sal en la acera, o sólo lo hicimos una vez, y era sal gruesa de cocina que esparcimos sobre los dos metros cuadrados de cemento en rampa que tenemos delante del porche, en los que uno puede descalabrarse tantas veces como saque la basura. Por eso, esta mañana me acerqué a comprar arena a la ferretería. Había llovido y luego había vuelto a helar, por lo que toda la ciudad estaba cubierta por una capa de hielo de medio centímetro. Los coches podían circular con relativa normalidad porque la rompían por su propio peso, pero en las aceras se vivían escenas de película muda. A modo de prueba saqué una de las sillas de jardín y le di un pequeño impulso: recorrió sola diez metros y antes de detenerse hizo una coqueta imitación de Charles Chaplin.
Como el camino a la ferretería es cuesta abajo, me deslicé sin contratiempos imaginando que tenía el hooverboard de Regreso al futuro. Mientras pagaba, el cajero me preguntó si necesitaba ayuda con el saco.
—No —respondí haciendo un gesto de suficiencia—, vivo cerca de aquí.
Dejé al dependiente hablando con un compañero y salí a recoger uno de los sacos que había apilados a un lado de la puerta. Era un saco alargado, de yute artificial; resultaba más pesado de lo que habría creído antes de pagar, pero me lo eché al hombro con un decidido golpe de riñón. En cuanto di el primer paso comprendí que me sería imposible regresar de una pieza si llevaba el saco sobre los hombros. Al mismo tiempo mi cerebro rebobinaba la conversación con el dependiente e intuía oscuramente que lo que éste le decía a su compañero sobre 60 libras tenía que ver todavía con mi compra. Cargué con el costal con un aplomo temerario y gran perjuicio de mis vértebras lumbares hasta que perdí de vista el escaparate de la ferretería. Cuando estuve seguro de que los dependientes ya no podían verme, lo bajé a la altura del vientre y lo agarré con las dos manos como el blandengue patético que soy.
¿Qué son 60 libras, al fin y al cabo?, me dije, tratando de animarme. Apenas algo más de lo que pesa el mayor de mis sobrinos, que sólo tiene nueve años. No puede ser tan difícil llevar en brazos a un preadolescente mientras asciendes por un tobogán. Todo el mundo lo hace.
La primera manzana no tenía vallas medianeras y pude recorrerla casi entera a través de los parterres, donde aún había nieve y se podía pisar con seguridad. Pero el saco parecía duplicar su peso cada minuto y pronto fui incapaz de elevar las manos por encima del codo: mis músculos se habían derretido como mantequilla. Cuando me di por vencido y lo eché al suelo había recorrido la mitad del camino: treinta metros.
Mientras recuperaba el aliento y me secaba el sudor de la frente (bajándola a la altura del codo, donde, como se recordará, se habían quedado mis manos) me acordé de la silla y tuve una idea genial. Había sido un estúpido por cargar con un peso que, empujado por una superficie sin fricción, habría hecho avanzar indefinidamente el impulso más pequeño. A eso so se le llama en física «condiciones ideales», que sólo se encuentran en climas incompatibles con la vida como aquel del que disfrutamos aquí.
Ante la dificultad de empujar con las manos un objeto que se encuentra a ras del suelo, agarré el saco por un extremo y empecé a tironear de él. Inmediatamente me di cuenta de dos cosas. La primera era que las condiciones ideales solo son ideales en plano o cuesta abajo, pero no cuesta arriba. De hecho, había tenido suerte de que al posar el saco en el suelo no se hubiera deslizado de vuelta a la ferretería, como si dijéramos, por su propio pie. La segunda, que a falta de fricción, el impulso que uno imprime sobre un objeto ejerce la misma fuerza en sentido contrario. Es decir, que si yo conseguía desplazar el saco diez centímetros hacia delante, el saco me desplazaba a mí diez centímetros hacia atrás.
A grandes males, grandes remedios. Para los pequeños males, en cambio, no quedan sino remedios de perra chica, con los que se siente uno desdichado y todo lo contrario de viril. El único remedio a mi alcance era de una pequeñez lamentable, y consistía en acercarme al borde de la acera, donde había algo de nieve congelada y no resbalaba tanto, para asentar un pie y tener una posición firme desde la cual arrastrar el saco treinta o cuarenta centímetros. A esas alturas ya había empezado a hablar con mi saco en términos poco amistosos, como Escobar en Narcos: «necio malparido, va usted a venir donde yo le diga, ¿sí o qué? Le voy a enseñar quién es el patrón, hijueputa, y como se resista le abriré un bonito agujero en la panza». Esto último pensaba hacerlo de todos modos, pero en mi fuero interno no estaba muy seguro de cuál de los dos era el patrón.
Tardé veinte minutos en llegar a mi esquina. Podría haber sido el doble, pero en algún momento me acordé de cómo el barón de Münchhausen había salido de un agujero tirando de su propia coleta, así que empecé a apoyar una bota en el saco para tirar de él. Juro no me estoy inventando nada y me ofrezco a hacer una demostración ante la Academia sueca.
Entré en casa para decirle a Kathleen que seguía vivo, aunque sólo un poco, y para coger una escudilla con la que distribuir la arena. En eso mi saco tampoco puso mucho de su parte. Era como ese chico de Youtube que se come un montón de chiles y luego vomita por toda la habitación. También él podría haber sido sobrino mío. Al cabo de un rato me harté e hice algo que tenía grandes posibilidades de inmolarnos a los dos en un último acto épico: tomé de nuevo el saco en mis brazos, orienté su apertura hacia delante y comencé a apretarlo y zarandearlo con furia demente, consiguiendo así que me propulsase hacia atrás al mismo tiempo que garabateaba sobre la acera una maldición de arena que sería visible desde el espacio. Hijueputa malparido.