Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 15 de enero de 2017

La nieve comenzó a derretirse y de un día para otro la temperatura se desplomó otra vez a los 15 bajo cero: es la temida estación del hielo negro. Para Harvey, el gato del barrio, nuestra calle es un túnel de la risa. El cartero, que está más habituado, pasa por las mañanas haciendo saltos de patinaje artístico. Está prohibido echar sal en la acera para no contaminar la capa freática; muchos lo hacemos de todos modos, porque no queremos que nadie se rompa la crisma, sin considerar que a estas temperaturas hasta la sal se amilana y deja de funcionar.

Kathleen le saca al gato un cuenco de leche. Le damos una voz —«¡Harvey! Milk!»— y sólo entonces entendemos el chiste.

Los dos hemos estado trabajando en artículos endiablados, y además nos hemos abonado a Blue Apron —la versión foodie y hipster de una cooperativa de consumo—, por lo que apenas hemos salido de casa en dos semanas. Como es sábado, nos damos un respiro y nos acercamos al Famous Dave's Bar-B-Que. Cuando estamos llegando nos paralizan unos gritos desgarradores. Es una mujer que está revolcándose por el suelo vestida de submarinista. Sin duda tuvo la mala idea de salir a hacer footing y se ha resbalado. Por los alaridos que pega, lo menos malo que le ha podido pasar es que se haya roto el tobillo. Mientras yo llamo al 911 Kathleen le pregunta si está asegurada y si puede permitirse una ambulancia, pero la accidentada es literalmente incapaz de articular palabra. Un chico que pasaba en coche aparca al lado y propone acercarla al hospital, lo que resuelve el dilema. La tomamos por los brazos y la llevamos con mucha cautela hasta el asiento del copiloto. A ver quién come ahora.

Como no podemos luchar contra los elementos y no queremos volver a encerrarnos aún en casa, nos vamos a patinar al lago Wingra. El alquiler de los patines cuesta 6$. Hay muchos principiantes, niños que se tiran en plancha, grupos que echan un partidillo de hockey, adolescentes que se hacen selfies, chulitos que atraviesan la pista como una exhalación y terminan con un bucle picado, abuelos que caminan por allí con zapatos como si fuera lo más normal del mundo e incluso un hombre que se pasea empujando un carrito de bebé. Milagrosamente aquí nadie se rompe nada.

Por la noche cogemos el autobús para ir al teatro. Es una pieza de Donald Margulies que se llama Time Stands Still. Nada más empezar nos quedamos un poco pasmados porque la protagonista sale a escena con muletas y lleva una de sus piernas metida en una férula. Es un requisito del papel —se supone que es una reportera de guerra que acaba de sobrevivir a una explosión en Irak—, pero por un instante creemos que se trata de la misma mujer a la que unas horas antes vimos tendida en la acera.

La pieza es una sucesión de conversaciones entre dos parejas de amigos, llenas de vivacidad y buenos argumentos, como las que hicieron que un día nos gustasen las primeras películas de Woody Allen, sin darnos cuenta de que en realidad lo que nos gustaban eran las conversaciones.

—Pero al final —dice Kathleen— la chica que no sabe hacer la O con un canuto es consagrada como una «madre excelente», y es ella la que expone las críticas más contundentes contra el fotoperiodismo.

Tiene razón. El personaje más oscuro es, en cambio, la mujer que disfruta de su trabajo y que no tiene ganas de fundar una familia. Hemos conseguido hacernos un hueco en el Old Fashioned y mientras comemos bolas de queso frito especulamos sobre cómo habría podido desactivarse esa moraleja, que nos parece un subproducto perjudicial en una trama interesante. ¿No podría ser el amigo editor quien enunciara las críticas al periodismo de catástrofes? No, estaría tirando piedras contra su propio tejado y es demasiado inteligente para ello. ¿Y si el que no quisiera hijos fuera el marido? El cliché le cortaría la digestión a la audiencia. Llegamos a la conclusión de que para evitar tópicos sexistas habría hecho falta que todos los personajes fueran lesbianas y que además hubiera un vientre de alquiler y un buen samaritano que se ofreciera a hacerlas madres. Pero como entonces sería una comedia francesa, habría que añadirle números musicales y una pareja de preadolescentes que compartieran el primer beso. Quien se iría a Irak sería el público.