Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Llevamos varias semanas de invierno en Wisconsin y están resultando muy instructivas. Antes creía, por ejemplo, que los 0ºF eran el cero absoluto; ahora el frío absoluto se ha vuelto más relativo. Tampoco sabía que fuera posible ponerse tres pares de guantes, uno encima del otro. No me esperaba tener que quitar nieve a paletadas varias veces al día, y menos aún que fuera a sudar la gota gorda haciéndolo. No había oído que las ventanas pudieran pegarse al marco por el frío, ni había pensado que un muñeco de nieve también pudiera quedar sumergido por la nieve. Cuando la temperatura sube de nuevo a los 0ºC me sorprendo saliendo a la calle en mangas de camisa y echando de menos un invierno como Dios manda.

«¿Te apetecería que fuéramos a ver Milwaukee?», me pregunta un día Kathleen. «No sé; ya veremos», respondo, lo que en lenguaje de madre quiere decir «ni de coña». «¿Y si vamos a ver la última película de Star Wars?» No, gracias, ya he tenido bastante. «¿Quieres pasar dieciséis horas en un avión para hacer lo mismo que haríamos aquí pero a una temperatura ligeramente más cálida?» Que no, hombre, que no.

—Hay que ver, no te gusta nada.

Es verdad, casi nada me convence. A estas alturas empiezo a verlo casi como una virtud, quizá la única de la que pueda presumir. ¿El «pacto ambiguo»? No lo veo. ¿El «effect de réel» propugnado por Barthes? A otro perro con ese hueso. ¿La «experiencia moderna del manuscrito aurático»? Cuidadito conmigo, que me estoy calentando.

Kathleen es mejor persona que yo y le gustan muchas cosas, y lo que más le gusta del mundo es la navidad. Ha colgado calcetines por las paredes, ha puesto sobre la encimera dos calendarios de adviento, ha horneado pastas transgénicas con forma de hombre de jengibre y ha sacado de la biblioteca pública un montón de discos con villancicos norteamericanos. En los últimos días hemos escuchado íntegramente los discos navideños de Nat King Cole, Tony Bennett, Harry Connick Jr., las Supremes, Mariah Carey, Mahalia Jackson, los Beach Boys, los Teleñecos y una banda de niños llamada Hanson que en realidad es una red de pederastia dirigida por Hillary Clinton desde una pizzería de Washington. Yo he pedido asilo político en la biblioteca, pero los días festivos no hay asilo que valga. 

Por supuesto, Kathleen también ha adornado un árbol de navidad. Fuimos a buscarlo a Whole Foods; eligió entre los doce o quince que quedaban y consiguió que nos vendieran también la peana a precio de amigo. El vendedor enfundó el abeto en una red de plástico y nos preguntó si necesitábamos ayuda para meterlo en el coche.

—No tenemos coche. Vamos a llevarlo en autobús.
—¡Buah, cómo mola! A ver qué cara ponen.
 

Yo miré a Kathleen alarmado: no pensaba que nuestro trayecto de vuelta fuera a molar, ni que nadie fuera a poner ninguna cara. Por suerte el conductor y los pasajeros pusieron la mejor que tenían, como si estuviéramos rodando un anuncio de la Coca-Cola y ellos tuvieran alguna posibilidad de salir en cuadro. La feria vino luego, cuando nos bajamos del primer autobús y vimos avanzar el segundo hacia una parada a la que era imposible que llegáramos antes que él. Salimos corriendo y, mientras yo corría con el abeto a cuestas y Kathleen se tiraba en plancha a la calzada para hacer frenar al autobús, yo me decía que en esos momentos era a la Navidad lo mismo que un transportista de pianos a la música. Al final de Macbeth hay una escena parecida, y empezaba a entender que los integrantes de ese dramático coro de maridos no ven motivos de celebración en la deforestación navideña, pero se hacen cómplices de ella por sumisión conyugal y a lo tonto terminan conquistando Escocia.

«¿Te apetecería ir a una cena Tudor?», me pregunta Kathleen otra tarde. Como yo llevaba tres cuartos de hora leyendo la misma frase sobre semiótica textual y no quería perder el hilo le dije que bueno, que sí, pero que otro día, lo que en lenguaje de madre quiere decir «te estoy toreando a lo Belmonte». Cuál no sería mi sorpresa cuando otro día me encontré en un ambigú rodeado por docenas de personas que no tenían redes sociales ni el más elemental sentido para combinar prendas de ropa.

—¿Pero se puede saber adónde me has traído? —le pregunto sotto voce.

—A una cena Tudor. Es una vieja tradición universitaria; verás qué divertido.

Alguien me tiende una copa de plástico y un señor cuyo jersey parece un tablero de parchís me explica que es wassail, un ponche medieval que, según descubro regocijado poco después, es una mezcla de sidra y pis.

Cuatro horas más tarde pasa un ujier con una campana y nos pastorea hasta el comedor, donde nos recibe cantando villancicos el coro de la orquesta municipal de Madison. No sé si lo hacen bien o mal porque la letra de los villancicos está impresa en el menú y todo el mundo canta a la vez, en un karaoke colectivo y estrafalario. Los Teleñecos lo hacen bastante mejor. Un barítono lleva una pajarita que simula dos hojas de acebo y yo sigo sin enterarme de qué pasa con Rudolph. Sirven la cena unos estudiantes disfrazados de pajes, o de la idea de pajes que tendría alguien que hubiera aprendido historia viendo Juego de Tronos. De todas formas la pluma del gorro de los pajes fue la única concesión a la época de los Tudor de la cena Tudor. Eso y el pis de la sidra.

—Hay que ver —me dice Kathleen una vez más—, no te gusta nada.

—Ya. Si es que soy más soso...