Han venido a Madison a dar unas charlas Ana M. y Manuel V. Ella es conocida como poetisa e hija de, y yo, como soy un miserable lleno de prejuicios, fui a escucharla con tanta altanería que parecía que el poetiso y el hijo de alguien era yo. Por suerte, y a diferencia de muchos otros miserables llenos de prejuicios, yo reconozco que lo soy y rectifico mientras puedo. Además de ser una de las pioneras del estudio de la historieta hispánica en el ámbito académico, Ana ha escrito unos cuentos para niños fabulosos —con ilustraciones de Max— y unas piezas teatrales que no he leído pero que convencen inmediatamente al público y a los editores, hasta el punto de que alguno ha creado una colección de teatro sólo para tener dónde publicarlas.
El miércoles Ana habló de los tebeos, que como digo ella empezó a estudiar cuando en las universidades apenas se les prestaba atención. Cuenta que en 2003 invitó a Chris Ware a una exposición que había organizado en Gijón, lo que ya de por sí tiene el mérito de haber sacado de su casa al genio anacoreta. Al pasar junto a un kiosco, Ana vio un ejemplar de 13 Rue del Percebe y se lo regaló a Chris Ware explicándole que era algo que había tenido mucho éxito en España. El dibujante quedó inmediatamente fascinado y dejó de prestarle atención a ninguna otra cosa. Un par de años más tarde yuxtapuso varias secciones de apartamentos en la portada del New Yorker, y pasados cuatro o cinco años más —dibujar tebeos requiere tiempo y paciencia— publicó Building Stories, que es algo así como si Raymond Carver se hubiera mudado al edificio de Ibáñez. Esto lo ha contado la propia Ana en un artículo de la revista Leer, de todos modos. Pienso en que tiene gracia que a muchos se nos haya hecho el culo gaseosa con la ruptura de la lectura lineal y la multiplicación de estratos temporales en los comics de Chris Ware y que sin embargo hayamos considerado siempre que 13 Rue del Percebe era una payasada. Sutiles diferencias de tono pueden constituir abismos insalvables en la sociología del consumo cultural. Claro que en Ibáñez esas diferencias no son tan sutiles.
Más tarde Ana nos habla de su padre, el célebre cuentista José María M., pero lo hace de manera incidental y sin ínfulas de nada:
—Resulta José Ángel M. fue compañero mío de carrera —Historia, en la Autónoma de Madrid—, y cuando le dieron el premio Nadal me llamó y me dijo «Ana, tía, que Destino me ha mandado el contrato y no entiendo nada, ¿podría pedirle consejo a tu padre, que entiende de estas cosas?». Y mi padre fue el que le recomendó que quitara ciertas cláusulas, y que se quedara con los derechos de las películas, que José Ángel decía «¿pero qué películas ni qué películas?». Pues ya ves...
Ana explica también que su padre empezó a escribir microrrelatos cuando un programa de radio le encargó que cada día inventara una pequeña historia a partir de un suceso de actualidad. Esto me parece muy esclarecedor, porque personalmente nunca he entendido qué interés puede tener alguien en escribir microrrelatos, y ni siquiera relatos de medianas dimensiones, que las más de las veces son aparatosas ornamentaciones de una idea, aforismos derrochones, miniaturas de orfebrería intelectual que el lector al final no sabe dónde colocar y echa al trastero de la memoria profunda, que a menos que a uno lo hipnotice es indistinguible del olvido. Manuel confirma que la escritura de relatos responde casi siempre a encargos corporativos y casi nunca al gusto de lectores, los cuales preferirían saber si los personajes acaban casándose o si se los come una fiera corrupia venida de la galaxia Lem. Yo pienso en los cuentos que alguna vez me han gustado —los de Cortázar, los de Quiroga, los de Maupassant, los de Quiriny, los de Singer, los de Gary, los de Patricio— y compruebo en ellos no hay boda posible y sí, con una frecuencia inverosímil, una criatura venida de otra dimensión que precipita el relato a una conclusión inapelable con su poquito de casquería.
El jueves le toca hablar a Manuel. Se ha atusado los pelos dándoles forma de quilla, o de ola, o de moldura, pero sin demasiada convicción, como si fuera una recomendación de su agente a la que se presta por una profesionalidad mal entendida. En la sala hay muy poquita gente, porque las actividades del departamento de Español y Portugués son como happenings que no se anuncian en ninguna parte hasta que están a punto de comenzar, y entonces uno tiene que montarse en la bicicleta y salir echando leches para llegar por lo menos al turno de preguntas.
Manuel se quita la chaqueta y comienza a construir un discurso preciso y al mismo tiempo campechano. Se supone que lo han traído para que hable de sus recetas de escritura, que algunos de los escasos participantes apuntan en sus libretas con la fe del carbonero letraherido. A Manuel, como a los buenos escritores, le interesa hablar de cualquier otra cosa antes que de su obra.
—No me leáis a mí, hombre, leed a Rulfo.
Uno de los estudiantes graduados pregunta si entonces uno debe leer mucho hasta encontrar entre esas lecturas una dirección que le interese, una «voz personal». (Las comillas las pongo yo para que a nadie le dé urticaria). Allí donde muchos miserables llenos de prejuicios habríamos contestado con una ironía hiriente o con una pregunta retórica, Manuel asiente cortés, e incluso se esfuerza en hacer que la cuestión parezca menos idiota de lo que podría suponerse:
—Hay que tener en cuenta que también hay escritores que no leen, como Javier T. Este fue un paisano muy amigo mío que al que en los ochenta hicieron muchas fiestas porque en España todo el mundo hacía realismo y él, en cambio, escribía cosas fantásticas. Le decían que era muy kafkiano, y no había visto un libro de Kafka ni por el forro. Una vez coincidimos en el jurado de un premio literario en el que quedaban cuatro novelas finalistas. Javier las abría, recorría con el dedo las primeras líneas y al cabo de un rato decía con voz engolada «oye, qué bien redactado está esto». Si otro miembro del jurado expresaba su preferencia por una novela diferente, Javier la abría, leía las primeras líneas y sentenciaba: «no, desde luego, esto también está muy bien escrito».
De ahí la conversación deriva enseguida al mercado editorial, que es el tema preferido de todos los escritores, buenos y malos, y que responde a fórmulas bastante más firmes que el descubrimiento de una voz personal, el inicio de una novela magistral o la extensión máxima de los microrrelatos. Manuel nos cuenta lo de cuando Marías descubrió que Herralde le estaba estafando, o lo de aquella vez que él mismo le colocó a Alfaguara un libro de cuentos diciendo que era una novela postmoderna. Alguien pregunta si en el mundo editorial español cuentan mucho los contactos:
—Hombre, qué te voy a contar. Es que España es un país pequeño... Un Salinger o un Pynchon en España son imposibles. Quiero decir, que si un alguien pretendiera dedicarse profesionalmente a escribir sin estar también en los saraos, las presentaciones de libros y todas esas cosas, los periodistas culturales se morirían de risa. Uno tiene que estar allí. Yo cuando vengo a Estados Unidos no lo digo, porque si sale algo y no estoy, se lo dan a otro.
Así que Manuel, que está frecuentemente en América, nunca dice que se va a América: si tiene que decir algo, dice que acaba de volver de América. Cómo será ese miedo a dejar de estar en España, que el último de sus libros se titula América pero trata de España. También tiene un libro titulado España en el que ha reunido relatos poblados de políticos dementes, tocayos policías, ninfómanas inconfesas, suicidas cobardes, becarios desplomados, doctorandos perplejos, críticos sádicos y una buena porción de escritores aterrorizados.