Pasamos día y medio con Ilka y su marido en Chicago. Por uno de esos motivos de cuñado que no hay que intentar comprender, lo único de esta ciudad que Christian quiere ver a toda costa es la fábrica de caramelos de Jelly Belly, que en realidad está fuera de Chicago e incluso fuera de Illinois. Allá que vamos.
A los visitantes nos montan en un trenecito eléctrico y nos dan un gorro de papel, que todos nos ponemos sin necesidad de que nos den ninguna instrucción porque estamos acostumbrados a obedecer. El gorrito es únicamente decorativo, ya que el recorrido circular del trenecito transcurre enteramente dentro de un almacén, lejos de los espacios de producción. Varios vídeos explican el proceso de fabricación de los caramelos, que coincide con lo que uno podría imaginar, y cuentan cuatro o cinco anécdotas de interés relativo. Resulta que a Ronald Reagan le gustaban tanto las gominolas que tuvieron que instalar una agarradera especial en el Air Force One para que el tarro no se volcase con las turbulencias (no cuesta imaginar que el nuevo inquilino de la Casa Blanca se habrá apresurado a llenar el tarro de condones). Un artista reproduce el rostro de famosos en mosaicos hechos con las grajeas de Jelly Belly; el granulado produce un efecto hiperrealista en el retrato de Elvis Presley, y Margaret Thatcher parece más dulce de lo que nunca fue. El vídeo anuncia con orgullo que la gominola de coco se hace con coco. Detrás de mí un niño le pregunta a su padre si no hay en la cadena de producción nadie que pruebe los Jelly Belly antes de distribuirlos. «No sé», responde su padre, «el vídeo se oía muy mal. Si alguien los prueba, me imagino que será antes de empaquetarlos».
Como enseguida comprendemos, la visita es una coartada para pastorear a tres docenas de personas a una tienda de chucherías. En la tienda hay un mostrador donde se pueden degustar todos los sabores de la marca Jelly Belly. Además de las gominolas con sabor a fresa, a manzana, a melón, a piña y a coco (con alguna molécula de verdadero coco homeopáticamente disimulada) tienen también caramelos con sabores menos previsibles, como cerveza, chorizo o palomitas de maíz. Compramos para nuestros sombrinos varias cajas de caramelos con sabor a cera de oídos, a gusano, a jabón, a hierba, a vómito y a moco (con partículas de moco de verdad).
Por curiosidad, pido en el mostrador de degustación una grajea con sabor a polvo, suponiendo que se tratará de un sabor repugnante pero arbitrario, y resulta que no, que tiene el sabor exacto que uno esperaría encontrar si separara de la pared un aparador y lamiese el rodapiés. Uno creía que no conocía el sabor del polvo y resulta que sí, porque el polvo es el ingrediente básico de la dieta humana entre los 6 y los 18 meses de edad, aunque esa memoria gustativa queda sepultada en una profunda circunvolución cerebral de donde no volverá a salir a menos que uno visite la tienda de Jelly Belly.