Ilka y Christian han alquilado un coche, circunstancia que aprovechamos para visitar la cueva de los Mounds, que está a cosa de cuarenta millas al oeste de Madison. Toda esta región se pasó la prehistoria debajo de las aguas de un inmenso mar, del que quedan sólo algunos charcos que conocemos como los Grandes Lagos. Por ello, a poco que uno cave en el suelo se encuentra fósiles de ammonites, de trilobites y de un pulpo gigante que vivió miles de años dentro de un cucurucho. No siempre era el mismo pulpo, y quizá ni siquiera fuera el mismo cucurucho.
La cueva tiene un interés limitado, como todas las cuevas. En la tienda de souvenirs que hay a la salida venden geodas, gotas de ámbar, coprolitos, trozos de pirita y muchos fósiles por precios proporcionales al tamaño aunque nunca exorbitantes. También tienen planchas de arenisca en las que han quedado atrapados peces del eoceno, que es un periodo veinte veces anterior al pleistoceno. Toma ya. En algunas de esas planchas pueden verse con una precisión admirable la raspa, las aletas e incluso varios de los órganos internos de los peces: las branquias, la vejiga natatoria, la caldera y el periscopio.
He comido sardinas que tenían peor aspecto.
Los fósiles son momias calizas, submarinistas geológicos, estatuas vivientes con parálisis permanente. La taxidermia vacía a los bichos y con el 2% restante fabrica un peluche; en el fósil, en cambio, permanece todo el bicho transustanciado en mineral.
La mujer de Lot fue fosilizada instantáneamente por volver la vista al pasado mientras huía de él, como el ángel de la Historia de Walter Benjamin. Uno quisiera correr la misma suerte que la mujer de Lot, aunque de manera menos súbita, escapar indefinidamente del pasado para seguir contando en el futuro. Para alguien que se ha pasado media vida estudiando documentos del pasado, el ideal sólo puede ser convertirse en documento literal y enteramente.
Un vídeo de YouTube titulado «Cómo fosilizarse» sugiere que la vía más eficaz es hacer que a uno lo entierren en el fondo de un lago. El procedimiento me parece demasiado largo y azaroso. En este país tan dado a las extravagancias ¿no habrá ninguna empresa que se dedique a fosilizar gente? La fosilización es una criogenización derrotista y barata. Sumergiendo el cuerpo en el tipo adecuado de cieno y controlando la presión, los gases y la temperatura, creo que se podría acelerar el proceso de forma sustancial. En ámbar no: el cuerpo sumergido en ámbar recordaría a los fetos deformes, asustaría a los niños y habría que cubrirlo con una cortina para poder comer en paz.
En el año 2973 un hipster que haya sobrevivido a la próxima glaciación gracias a sus barbazas podrá decorar su sala de videojuegos con una sección de mí mismo marcándome un Pataki y haciendo con los dedos la V u otro gesto menos conformista. Dejar un cuerpo fósil me parece una aspiración didáctica y una forma de trascendencia bien acomodada al materialismo histórico que tanto he predicado. Junto al marco de mi fósil —porque el hipster tendrá que comprometerse a enmarcarme dignamente y a velar por la conservación de mi silueta— habrá una pantalla táctil desde la que se podrá activar la lectura aleatoria de uno de los episodios de mi blog; otro programa pasará en bucle una selección de mis fotos, a semejanza de esos portarretratos digitales que en las navidades de 2008 fueron el regalo perfecto para aquéllos a los que no se sabía qué regalar. Nada de cháchara insustancial ni de fotos embarazosas de las vacaciones en familia: sólo el perfil bueno y las anécdotas interesantes.
No puede descartarse que un día un amigo del hispter que se ha dejado caer para echar una partida de Enredos Ribonucleico me mire las costillas y diga que ha visto sardinas con más carácter que yo. Pero como ese amigo será un milennial al cuadrado, cuando diga «sardina» estará pensando en un vídeo de YouTube donde sale un gato disfrazado de tiburón que se pasea por la casa montado en un robot aspiradora. De las sardinas, para entonces, sólo quedarán los fósiles.