Alarmado ante alguna de las imprecisiones que cometí la semana pasada en este diario tan poco íntimo —y tan poco diario—, uno de sus numerosos lectores me manda copia de unas páginas muy interesantes de un libro sobre la evolución del género humano. Sus autores son el biólogo Francisco J. Ayala, que no es pariente del literato Francisco Ayala, y el antropólogo Camilo J. Cela Conde, que tampoco es pariente de Francisco Ayala. Como resume nuestro lector —que tampoco es pariente de Francisco Ayala, aunque por curiosa coincidencia se apellide como yo—, el australopitecus era mucho más pequeño que el hombre actual, andaba a cuatro patas y eventualmente comía pequeños mamíferos. Total, que el hombre procede del gato.
En esas páginas Cela y Ayala cuentan muchas otras cosas y advierten que, evolutivamente hablando, la expansión del córtex cerebral gracias a la cual resolvemos sudokus conlleva una mayor exigencia metabólica, es decir, que requiere más comida, o comida más energética. En determinado momento, andar ramoneando por la sabana dejó de ser suficiente para sostener un cráneo de considerables dimensiones, tan lleno de ideas como pudiera tenerlo el hombre de Cromañón. Este humanoide cabezón, esta especie de prehistórico opositor a notarías sin oficio ni beneficio llevaba siglos comiendo cacahuetes y polvo, o excrementos de foca y nieve amarilla en los momentos glaciales. En esas condiciones, es lógico que se juntase con otros dos opositores para matar una foca a dentelladas. De haber vivido en el barrio berlinés de Friedrichshain, en cambio, lo más probable es que hubiera pedido una hamburguesa de seitán, que tiene mejor rendimiento metabólico —y ecológico— que las de cerdo.
Confieso que mi afirmación sobre el amigo australopitecus era una simplificación bastante crasa y no hacía justicia al original. Como tantos colegas del gremio, he sido antes homo scriptens que homo sapiens. En realidad, Aymeric Caron sintetizaba bastante bien un debate complejo: añadía que los autralopitecus eran carnívoros oportunistas, explicaba que el homo habilis comenzó a mendigar carne a otros animales carroñeros, y que, como no se la daban, el homo erectus y su primo de Neandertal se asociaron para tender emboscadas a los mamuts (pp. 142-143). O algo así. Ciento y pico mil años más tarde, al volverse sedentario y cultivar cereales, el hombre primitivo redujo de nuevo su consumo de carne, por lo que el divulgador francés concluye: «la carne no está en modo alguno ligada intrínsecamente a la naturaleza del hombre, sino sólo a fases de su evolución». Y para terminar llama la atención sobre un detalle elocuente: sólo con el descubrimiento del fuego por parte del homo habilis —que no debía su apellidio a Francisco Ayala, precisamente— nuestros tatarabuelos se pusieron a comer carne en plan Trump. Lo cual quiere decir que, si el ser humano es por naturaleza carnívoro, lo es a condición de que se lo pongan bien pasadito y con ketchup.