Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 5 de junio de 2017

Este asunto del vegetarianismo produce siempre mucha guasa y mucho jollín, hasta que la cosa se pone seria y termina uno mandando a alguien al hospital. Como hice yo ayer.

Resulta que ayer hicimos una barbacoa e invitamos a Jonathan y a su familia. Trajeron gazpacho y nosotros echamos a la parrilla mazorcas de maíz, salchichas de soja, hallumi, patatas y verduras con queso feta envueltas en papel de aluminio.

«¡No hay gatos en América y las calles están empedradas con queso!». Abby canturrea la canción de Fievel y el Nuevo Mundo, una película de dibujos animados sobre un ratón que llega a Manhattan y no lo pasa peor que los inmigrantes humanos. Jonathan ya no es uno de esos ratones, porque acaba de obtener la nacionalidad estadounidense, aunque también conserva el pasaporte de Canadá. Lo tranquiliza saber que no van a retenerlo en la frontera, ni en un sentido ni en otro, en caso de que el futuro se vuelva un poquitín más distópico. Y hablando de futuribles, me explayo sobre una ocurrencia genial que he tenido y que consistiría en que House of Cards terminase con un capítulo de crossover con The Handmaid’s Tale, de modo que la intriga política contrafactual se leyera como una precuela de la distopía mormónica. En un nivel metadiscursivo podría interpretarse también como el matrimonio endogámico de Netflix y Hulu, los delfines de la nueva era televisiva. Pero para cuando llego a esta parte, a quien todo el mundo está escuchando es a Abby: Jonathan la ha sentado sobre sus rodillas y le ha preguntado qué haría si fuera invisible, y ella ha respondido sin vacilar que haría caca invisible y la pondría en una silla para que otro niño se sentase encima. 

De postre Mónica ha traído unos merengues muy curiosos.

—Ah, está rico.
—¿A que no sabes qué tiene? El líquido que hay en una lata de conserva de garbanzos.
—¡¿En serio?! ¿Y esto cómo va? ¿Lo bates a punto de nieve?
—Sí, eso es. Es el santo grial de la repostería vegana. Lo llaman «aquafaba».

De manera casual Jonathan nos pregunta si las salchichas tienen huevo. Nunca se nos habría pasado por la cabeza que una salchicha lo llevase, pero en estos tiempos nada de lo que comemos es lo que parece, y menos aún una salchicha vegetariana. Como no se encuentran en cualquier parte, hemos hecho provisión, así que en el frigorífico tenemos otros siete paquetes. Saco uno para leer la lista de ingredientes. Enseguida encuentro la mención a la clara de huevo, y para entonces he recordado con sobresalto que es una de las doscientas cosas a las que Abby tiene alergia, y que si Mónica hace postres con el agua de los garbanzos no es por esnobismo sino por intolerancia química.

Kathleen y yo nos habríamos puesto histéricos si nuestros invitados no hubieran reaccionado con tanta normalidad: mientras nosotros nos mordemos las uñas y echamos a Abby miradas de consternación, esperando que sus últimas palabras no sean sobre caca invisible, Mónica saca de su bolso un jarabe antihistamínico y le sirve un chupito en uno de esos vasos de plástico que se encajan en el tapón. Jonathan nos asegura que no pasa nada, que es sólo una pequeña reacción, aunque a Abby se le han empezado a hinchar los ojos y le sale clara de huevo de la nariz. No se suena como todo el mundo, sino que primero expele aire y cuando ya tiene los mocos colgando los envuelve cuidadosamente en un pañuelo de papel con el que luego nos amenaza haciendo ruidos de animal salvaje.    

Nuestros invitados se despiden poco después. Esa misma noche escribimos un e-mail para saber cómo anda Abby, y a la mañana siguiente Jonathan responde que en el trayecto de vuelta pararon en el hospital, donde le administraron a Abby una dosis de refuerzo y la tuvieron una hora en observación. Lo leemos con el corazón encogido y empezamos a pensar que pasaremos a la Historia como los Herodes de Madison, aunque el correo también decía que cuando volvieron a casa los síntomas habían remitido, y que esa mañana nuestra víctima estaba correteando igual de feliz que siempre. Para expiar la culpa le mando un dibujo en el que ella sostiene el frisby de goma que tanto le gusta —sus padres le compraron tres, después de la mañana que echamos jugando con el nuestro—, y en el que también salimos Kathleen y yo, animándola con nuestra mejor sonrisa. Según parece, pidió inmediatamente que se lo imprimieran para colorearlo, lo que comprendemos como una forma de absolución. 

Si esta crónica ignominiosa puede evitar que alguien le dé una salchicha vegetariana a alguien con alergia al huevo, el mal rato que pasó Abby no habrá sido en vano.