Nos montamos de nuevo en el tren que une Chicago con Nueva Orleans siguiendo el curso del Mississippi. Sus vagones son de dos pisos y uno de ellos tiene ventanas altas y techo acristalado para ver mejor el paisaje. Los bosques se vuelven cada vez más frondosos, invadidos por una especie alóctona que forma lianas alrededor de los troncos. Plantaciones de soja y de maíz, pantanos, ríos de aguas marrones, carreteras de tierra y vías abandonadas. Una tienda de una planta, con las paredes de hormigón visto, está cubierta de grafittis sin maña que dicen «open open open», pero los desmiente una plancha de madera claveteada al marco de la puerta. Algo más allá, un letrero municipal conmina con una sintaxis ambigua: «quiet sick zone». Las garzas alzan el vuelo entre arrayanes y pinos cubiertos de líquenes, y cuando nos queremos dar cuenta el tren se está deslizando sobre las aguas grises del lago Pontchartrain, sostenido por pilotes de madera carcomida. Al otro lado del lago se insinúan los espectros de los hoteles de Nueva Orleans, adonde todavía tardaremos otra hora en llegar.
Junto a nosotros viaja una mujer que no puede levantar las piernas, y su hijo, que no puede alzar los brazos. Están rodeados de bolsas. La mujer tiene el pelo blanco y varios dientes de menos, por lo que parece más anciana de lo que seguramente es. En pocos minutos y de forma desordenada nos cuenta la saga de su familia. Su abuela, que se apellidaba Marx, pertenecía a una dinastía de artistas circenses; acaso de otra de las ramas de su árbol genealógico colgasen Groucho, Chico y Harpo. Esta abuela Marx azotaba a sus nietos y les forzaba a comer raciones imposibles de chucrut. Una vez su propia hija la llamó nazi y ella le tiró un tenedor desde el otro lado de la mesa y se lo clavó en la mejilla.
Nuestra amiga Julia, que ahora trabaja en Noruega, nació en Nueva Orleans, por lo que cuando supo de nuestros planes contactó con sus amigas Tara y Veronica, que aún viven allí y que se apresuraron a ofrecernos su ayuda. Veronica nos recibió en la estación; en las horas siguientes nos llevaría en coche a los principales barrios de la ciudad y nos haría probar las especialidades de sus locales preferidos. Empezamos por Parkway Bakery, donde supuestamente se ofrecieron por primera vez poor boys, los extravagantes y por completo sobrevalorados bocadillos que hoy figuran en la primera página de cualquier guía turística. Como esos bocadillos se inventaron para suministrar calorías a los conductores de tranvías y a los trabajadores de la vecina fábrica de conservas, hay que hacerlos bajar consumiendo cantidades imprudentes de una espectacular cerveza pilsen de grosella.
Veronica nos lleva también al Lower Ninth Ward, la zona en la que más estragos produjo el huracán Katrina. Estando allí es fácil comprender lo que sucedió. Muchas calles desembocan en un muro elevado de cemento que cierra un canal de navegación industrial; la lluvia llenó el lago Pontchartrain, el viento hizo remontar el agua del Mississippi y, como el dique del canal padecía defectos estructurales, reventó. Han reconstruido muchas casas, pero el barrio conserva un aspecto devastado. Algunos vecinos siguen cortando el césped de sus terrenos por imperativo municipal, aunque de la casa que allí había sólo perdura un dintel, un trozo del fundamento o un montón de chatarra; en otras parcelas la naturaleza ha vuelto por sus fueros perdidos y las plantas, más altas que un hombre, han engullido hasta las aceras. Mientras visitamos esa zona cae un aguacero y enseguida se forman charcos que cubren por encima del tobillo, porque el barrio está por debajo del nivel del mar y tiene un drenaje pésimo.
La gente en Nueva Orleans tiene a gala ser muy hospitalaria y extrovertida. A veces, demasiado. Veronica nos cuenta que una vez su hermano fue a recoger a un amigo antes de salir de marcha; el amigo le dijo «espera un segundo: le preparo un huevo a JFK y salimos». El hermano de Veronica dio por hecho que JFK era un perro u otro animal de compañía que por extraño capricho respondía a las iniciales del presidente Kennedy, y se impacientó porque su amigo se entretuviera en hacerle huevos fritos. Iba a echarle el sermón cuando se abrió la puerta del sótano y salió un negro diciendo: «eh, colega, ¿dónde está mi huevo? Me prometiste que me freirías un huevo». Luego, se dio media vuelta y cerró la puerta.
—¿Qué leches ha sido eso? —preguntó el hermano de Veronica.
—Oh —respondió el otro—, es JFK. Un día descubrí que estaba viviendo en mi sótano, y desde entonces lo alimento.