«Parecían chicos blancos escuchando música negra, pero era algo más: era el nacimiento del rock and roll». Esto decía un viejo guitarrista en un documental sobre la música en Memphis, pero obviamente no se trataba sólo de chicos blancos escuchando música negra, sino de chicos blancos saqueando las tradiciones musicales e indumentarias afroamericanas, inyectándoselas al country y haciéndose millonarios. Es posible entender, por lo tanto, que el rock and roll constituye no el primero pero sí el más notorio caso de apropiación cultural, ese mecanismo fundamental de la cultura popular occidental que hace poco ha encontrado una soberbia síntesis alegórica en la película Get Out. El debate es controvertido y, aunque quizá sea imposible o pretencioso darle una solución teórica, sí puede resolverse en la práctica comprobando la articulación entre estilos y grupos sociales. ¿Es la cultura del rock and roll un espacio de diálogo entre etnias?
Visitamos primero Sun Studio, el lugar en donde se grabaron muchos de los primeros éxitos de Elvis Presley, Jerry Lee Lewis Carl Perkins o Jimmy Cash. Para llegar hasta allí debemos atravesar un barrio abandonado por la municipalidad, donde las libélulas revolotean entre solares llenos de basura y almacenes en ruinas. Un autobús acierta a detenerse junto a nosotros y aprovechamos para preguntarle al conductor si falta mucho para llegar a Sun Studio. Es sintomático que el conductor, que es afroamericano y pasa todos los días por esa calle, no sepa de qué le estamos hablando. Cincuenta metros más allá avistamos un grupo de gente que se hace fotos delante de un chiribitil e intuimos que hemos llegado.
Efectivamente, Sun Studio es una pequeña construcción de una planta que en los últimos cincuenta años ha recibido varias funciones, entre ellas la de bar y la de peluquería. Por extraño milagro, la precaria sala de grabación de su entresuelo nunca sufrió alteraciones sustanciales. Hay visitas turísticas cada media hora, y todos los visitantes somos blancos. Algunos llevan bigote.
Salimos y recorremos el sector histórico de Beale Street, con míticos tugurios en los que paraban a tocar los músicos negros que emigraban al norte desde el delta del Mississippi. Yo ando, como siempre, silbando, y alguien que no tiene pinta de músico elogia mi silbido («¡qué flipe, tronco!»), lo que en aquel lugar es prácticamente una consagración. Entramos en la abarrotería de Schwab, uno de los comercios más antiguos del país, donde aún se venden tirachinas y pistolas de pistones. Voy en busca de un sombrero que me defienda de la canícula, pero comprar un sombrero también es un asunto con cargas políticas de profundidad. El fedora era el preferido de los blancos segregacionistas; el kangol es de jubilado aficionado al golf; el panamá pone nerviosos a los elefantes; el canotier es resistente a la ironía; el stetson requiere licencia de armas, y llevar una visera de béisbol equivale estos días a una defensa pública de Trump. Considero un instante el salakof. Revolviendo entre el género doy con un pork pie hat, uno de esos sombreros con forma de tarteleta que llevaron Lester Young y Thelonious Monk (aunque éste podía ponerse cualquier cosa en la cabeza, desde un fez hasta un gato). Es un sombrero británico que emplearon artistas de vodevil antes de ser adoptado por músicos de jazz negros y por su público de hipsters blancos; un sombrero que va de guay pero que también es algo chorras. Parece que he nacido con él en la cabeza.
A dos pasos de allí está el museo del Blues y el Soul, donde nos mezclamos con una clientela muy cosmopolita y multicolor: hay indios de la India y de los otros, bastantes orientales, muchos afroamericanos y unos cuantos europeos. El mismo tipo de público es el que acude al museo del Movimiento por los Derechos Civiles, término consagrado por el uso que remite a la lucha contra la esclavitud y la segregación de los afroamericanos. Y luego vamos a Graceland.
Vamos a Graceland sin saber muy bien por qué, como dice una canción de Paul Simon. Se trata de la casa que Elvis Presley compró en las afueras de Memphis cuando empezó a amasar dinero de verdad. Junto a ella se alza hoy un hangar con tantas exposiciones como tiendas; estas últimas ofrecen las más excéntricas baratijas estampadas con la cara de pan de Elvis the Pelvis: toallas, sudaderas, tocadiscos, lamparillas, bolas para el árbol de navidad, púas de guitarra, barajas, puzzles o una guitarrica de plástico transparente rellena de palomitas de maíz caramelizadas. Pero sobre todo, Graceland es la experiencia más parecida al apartheid que tendrán muchos de sus visitantes europeos. De los cuarenta o cincuenta empleados que nos cruzamos a lo largo del día, sólo tres son blancos, y uno de ellos va caracterizado de gerente: una relación descomedida en una población con un 63% de habitantes afroamericanos. Mayor aún es la desproporción entre los turistas: no habremos visto a menos de 300 o 400, entre los cuales cuento a cuatro o cinco asiáticos y a seis o siete latinos; a veces oigo hablar en francés, en alemán o con acento rioplatense, pero casi todos los demás son sin duda estadounidenses, y sólo una mujer, pareja de un señor de apariencia caucásica, podría ser afroamericana, aunque varios detalles —el tipo de pelo, las elecciones indumentarias— sugieren más bien una procedencia caribeña.
Los empleados de Graceland, negros vestidos con un uniforme sencillo y funcional de color azul marino, dirigen a la multitud de turistas blancos con gestos y palabras automatizados, como inevitablemente realizaría cualquiera una tarea tan mecánica como la suyo: el trabajo especializado de explicar y dar forma verbal a los espacios en los que vivió y murió el rey del rock lo hacen unas tabletas que debemos colgarnos al cuello como un ronzal. Las pantallas ofrecen fotos panorámicas en 360º de la habitación en la que uno se encuentra. Los comentarios, grabados en seis idiomas, componen una leyenda en tonos pastel que mataría de hiperglucemia a la sirenita de Disney. Es posible y aun probable que quien pase cinco horas en Graceland salga convencido de que Elvis Presley nunca se divorció, de que gozó toda su vida de un prestigio incontrovertido y de que un buen día, después de tocar el piano durante varias horas y de jugar al squash como un campeón, cayó fulminado por un síndrome misterioso.
Si alguien acudió ese día a la cuna del rock buscando, como yo, el diálogo entre etnias, lo más interracial que habrá encontrado será mi sombrero.