Han venido mis suegros a pasar dos semanas con nosotros, y aprovechamos para visitar otras partes de Wisconsin con un Ford de alquiler. Hacemos una parada en Two Rivers, una pequeña población en la que se encuentra el mayor depósito de tipos de imprenta de madera que existe hoy en el mundo. Aunque es casi la hora de cerrar, una trabajadora nos hace una demostración de virtuosismo con el pantógrafo y en quince o veinte segundos talla una H pequeñita. Los trabajadores de esa antigua fábrica, casi todos voluntarios jubilados, reciben encargos de diferentes países, aunque es obvio que no les reportan más que unos ingresos simbólicos; el procedimiento es un retorno voluntarioso y militante a la tecnología analógica, ya que los patrones se diseñan primero en pantalla, se imprimen con láser y se envían a Two Rivers para que allí los tallen manualmente en maderade de arce.
Mientras yo compro una cantidad excesiva de láminas, Kathleen y sus padres esperan en el coche y buscan en el mapa la heladería en la que se inventó el sundae. No es que hubiera mucho que inventar —chocolate caliente sobre una bola de vainilla— pero el local está en un curioso edificio con paredes de hojalata y techos de cobre. Yo, que no soy muy goloso, me derrito comiendo un helado de ruibarbo con anarcardos y caramelo fundido. Lo que a mí me parece una receta ridículamente cosmopolita se compone de ingredientes locales y debe de ser un estándar tradicional que lamería sin ironía el republicano más patriota.
Seguimos por la carretera bordeando por el oeste el lago Michigan, viendo pasar una granja detrás de otra. Atravesamos un pueblo llamado Alaska. De vez en cuando hay paneles de anuncios con proclamas reaccionarias: «el aborto y la eutanasia son opciones que matan», «aquí apoyamos a Scott Walker» (el gobernador que ha reducido impuestos y rechazado el dinero que Obama le ofreció para recuperar la red ferroviaria en Wisconsin), «toda vida importa, hasta la más pequeña» (de las humanas, se entiende: a las demás las puede partir un rayo) o «más granjas familiares y menos fábricas de animales». En conjunto, esos carteles delatan una relación conflictiva con el Estado: se deplora que cobre impuestos pero se exige que intervenga para regular la producción de carne, se propugnan políticas neoliberales deseando que hagan regresar la producción tradicional, se convoca el valor de la vida humana al tiempo que se celebra al gobernador que redujo la seguridad social pública. No es tanto un pensamiento contradictorio como un pensamiento parcial, del que vemos cada día nuevos y chocantes ejemplos. La lucha contra el terrorismo es la prioridad nacional, pero en ciertos estados se acaba de aprobar una ley que admite la tenencia de armas por parte de psicópatas diagnosticados (y no es una figura de estilo). Los autobuses escolares llevan luces intermitentes que pueden verse desde el espacio exterior y cada vez que se baja un niño sale un brazo mecánico con una señal de stop que para el tráfico en ambos sentidos, pero los conductores se contratan al buen tuntún y con frecuencia son los locos armados del ejemplo anterior. Como si el razonamiento, perezoso, se hubiera detenido nada más salir de casa y hubiera dado media vuelta para pasar el resto del día delante del televisor.
Llegamos a Sister Bay, un pueblo vacacional cuya principal atracción es el restaurante de Al Johnson. El Al de marras ha cubierto el tejado con césped y hace pastar allí cada día a tres o cuatro cabras, que posan para que los turistas les hagamos fotos. Otra tienda, la Cremery, vende helado y mantequilla de leche de cabra. La manteca de cabra, untuosa y salada, es superior a la de vaca por muchos conceptos, y confirma que el que pensó la gastronomía occidental también lo dejó a medias.
Visitamos la granja de la Cremery, que está a apenas dos kilómetros de distancia. Durante la visita nos siguen varias cabritillas de pocas semanas, que mordisquean los bajos de los pantalones y las correas de los relojes. Si uno les pone delante el dedo lo chupan tratando de sacarle leche. En cinco años la granja ha pasado de ordeñar siete cabras a ordeñar un centenar. Las hembras enseguida se desentienden de las chivas, y éstas corren por la granja y pegan brincos con sus patillas temblequeantes de taburete cojo, cayendo como peleles, unas veces patas arriba, otras de costado y las menos de pie.
Como las heladas en Wisconsin son tempranas y el deshielo llega tarde, la hierba cría pocas bacterias, por lo que la morbilidad de las cabras es ínfima. En invierno comen más heno que hierba, y eso le da al queso un sabor recio a nuez moscada. En la granja hay un señor muy flaco y algo arisco al que sólo vemos de lejos. No es el propietario, ni es el que trae y lleva a los turistas. Es el señor que les pone de comer y les da el biberón a las más pequeñas. Yo me fijo en que a veces se queda mirando a una cabra a los ojos y acerca la frente a la suya. Le preguntamos quién es a uno de los muchachos que nos enseñan la granja. «Es el hombre que habla con las cabras», nos dice. Muchas veces pensamos en el lenguaje de los animales en términos humanos, como si los animales operasen con conceptos y tuvieran un código lógico que nosotros no atinamos a descrifrar. Yo creo que no, que el lenguaje de los animales es más empático que lógico, y que a veces consiste en darle a una cabra un beso de esquimal.
De un establo sale trastabilleando una cabritilla de pocas semanas.
—Esta todavía no tiene nombre —nos dice nuestro pastor—; si se os ocurre alguno...
Dado que «Ziege» es cabra en alemán, ¿por qué no Ziggy, como el personaje de David Bowie? A veces, señalar un parecido equivale a crearlo. Todos ríen y los cabreros me aseguran que la llamarán Ziggy, aunque no sé si cumplirán. De todos modos no importa, porque como es un macho dentro de un par de meses se lo habrá comido alguien en el mesón del Segoviano.
A la vuelta paramos en otra granja para ver y ordeñar más cabras, y luego seguimos atravesando el condado por una región en la que se instalaron muchos belgas en el siglo XIX. Nos detenemos en Bruselas para comer en un restaurante. La camarera es de una antipatía excepcional y tiene unos brazos más largos de lo común. Para que no nos escupa en la comida trato de hacérmele simpático contándole que vivo de Lieja, pero ella me explica que, aunque es belga, no ha nacido en Bélgica. Mientras estoy digiriendo la respuesta, que se explica seguramente por la hipertrofiada necesidad identitaria de los estadounidenses, la camarera añade:
—Si quiere, puedo llamar a mi colega, que habla belga.
Si esto pasa en Bruselas, ¿qué no pasará en provincias? Seguimos conduciendo y dejando atrás granjas, viveros, depósitos de tractores, carteles reaccionarios. Siempre que bordeamos el lago Michigan nos parece que el horizonte queda más lejos de lo normal. Sólo estamos a medio continente, y ya a nosotros mismos nos parece que Washington queda en Laponia y que allí nadie tiene nada que decir sobre lo que suceda aquí en Bruselas. En dirección contraria cruzamos cada vez más coches: son los que se adentran en la América rural para celebrar el día de la Independencia. Según una encuesta reciente, un tercio de ellos ignora de qué país se independizaron.