Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

domingo, 13 de agosto de 2017

Con un estado de ánimo crepuscular me siento en el porche de nuestro bungalow de Madison a hacer una lista mental de lo que echaré de menos: las enchiladas de mole de la taquería Guadalajara; el museo Chazen, con su planta de monstruosidades hiperrealistas y no siempre ominosas; las excursiones en bici a un multicine del extrarradio mientras las luciérnagas disparan sus magnesios; los fondos inagotables de la biblioteca universitaria; el divertido tono de sorpresa de la voz que en el autobús anunciaba, al llegar a la esquina de Park y Erin, el Saint Mary’s Hospital; el café frappé de Everly, las pausas para jugar al frisbee, las canoas de alquiler, los cheese curds, el Comedy Club... Y, sobre todo, estar rodeados de plantas y de bichos.

A diferencia de las ciudades europeas, en las que primero se arrasa y luego se edifica encima, en muchos pueblos y barrios norteamericanos las casas parecen haberse construido en los claros que la vegetación dejaba naturalmente. Por supuesto no es eso exactamente lo que ha ocurrido, pero a esa sensación contribuyen dos cosas. La primera es el tamaño inmenso de muchos de los árboles, con copas que casi siempre se elevan muchos metros por encima de los tejados. El riesgo es evidente para el que vive debajo, pero hace muy bonito. A tres manazanas de nuestra casa, por cierto, hay un roble que es más antiguo que Estados Unidos. El segundo motivo de esa impresión es la fluidez entre ecosistemas, ya que las vallas de madera son fundamentalmente simbólicas y permiten que los animales pasen del bosque a los jardines y de una parcela a otra.

Sólo en nuestro exiguo jardín, que es poco más que una franja de césped, viven cuatro o cinco conejos y media docena de ardillas. Además nos han visitado dos mofetas, dos colibríes, una marmota, un pósum y más pavos de los deseados. También el gato Harvey sigue viniendo de cuando en cuando a darse pisto. Y una manzana más lejos, a tiro de piedra de nuestra casa, empieza el ecosistema lacustre del Monona. Muchas tardes, trabajando en el porche, hemos oído el griterío de los cuervos que avisan de que se acerca un águila; son asiduos de nuestro manzano los zorzales (robins), los cardenales rojos, los canarios, y no contamos los  ciempiés, cochinillas, mariquitas, cigarras, abejas, avispas, hormigas, escarabajos, libélulas y arañas que van de un lado para otro como si necesitaran una prima por productividad. Desde la cama, con la ventana abierta para recibir en la cara el aire húmedo de la noche, escuchamos las ranas y los grillos; el siseo de un transformador lejano parece un insecto más.

Muchas veces nos han preguntado este año si querríamos quedarnos en Estados Unidos. Puedo imaginarme viviendo en una casa de madera —en mi cabeza es idéntica a una iglesia noruega que vimos en Washington Island que desde lejos parece un dragón dormido—, ordeñando mis cabras (Ziggy y Petunia) y echando un parrafito con el cartero. Jueves y viernes iría a la facultad montado en mi burro e impartiría las dos clases preceptivas a mis siete estudiantes graduados, con los que tendría un trato entre apostólico y socrático. Por las tardes me sentaría en el porche y tocaría un rato el ukelele para mi público entusiasta de marmotas y mapaches; cenaría rebanadas de pan de hinojo —que, no tiene ni que decirse, yo mismo habría horneado—, una con queso de cabra y otra con mantequilla de cacahuete, vería el monólogo satírico de Stephen Colbert y me iría a dormir riéndome de la locura del mundo.

Pero ni siquiera en lugares tan apacibles puede uno considerarse a salvo de las innumerables desgracias que incuba Estados Unidos y que —estoy convencido— más tarde o más temprano nos atraparían. Ha de recordarse que este es un país que todavía no ha dado una respuesta clara a la primera pregunta de una sociedad: la de si debe regir la ley de la jungla o si es preferible que haya algún concierto entre los intereses y apetencias de cada vecino. Mientras acaban de resolver esa cuestión, el futuro de la seguridad social es incierto, los costes de la atención médica son arbitrarios, el precio de la educación es prohibitivo, los aires acondicionados crean problemas respiratorios, los coches pueden circular hasta que se caigan a pedazos, no está muy claro quién controla la calidad de los alimentos y los medicamentos se dispensan a lo loco. 

En cambio, hay un equipo de funcionarios que viene regularmente a medir el césped de tu jardín y si supera cierta altura te mete una amonestación por donde menos te lo esperas.

Y luego está el capítulo de las pistolas. Cada año se producen en el país más de ocho mil asesinatos con armas de fuego. La cifra de heridos, disparos accidentales y gente que se levanta la tapa de los sesos por iniciativa propia es siete u ocho veces superior; muchos de esos heridos y muertos simplemente pasaban por allí.

Hay sitios, como Madison, en los que las armas de fuego tienen una existencia más bien teórica. No hemos visto a ningún civil armado, y los dos o tres tiroteos de los que hemos tenido noticia a lo largo de este año se produjeron de madrugada en alguna gasolinera del extrarradio. Pero quién sabe. Cada vez es menos raro que cuando un policía pide los papeles del coche, apunte al conductor con la pistola y ponga el dedo en el gatillo. Hace un par de semanas una mujer llamó a la policía porque oía cómo en el piso de al lado golpeaban a alguien; cuando llegó el coche patrulla, salió en pijama a explicar lo que había oído y un agente la mató de un tiro.

Tengo la impresión de que si nos quedáramos a vivir en Estados Unidos estaríamos pintando el diablo en la puerta. Quizá una familia pueda vivir en placidez relativa durante varias generaciones sin sufrir los efectos adversos de la desregulación, pero si algún día uno de sus miembros sufriera una intoxicación alimentaria, o se arruinase por un defecto de forma en el formulario de la aseguradora, o tuviera que seguir trabajando con setenta años cumplidos, o no pudiera pagar los estudios universitarios de sus hijos, o le pegaran un tiro al ir a sacar la cartera para mostrar su carnet de conducir, o chocase contra un coche que tenía un faro averiado, o se sumase a los dos millones de trabajadores americanos que se han vuelto adictos a los analgésicos y, subsecuentemente, a la heroína, sería para decirle «macho, tampoco te extrañes».