Tirandillo

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Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

lunes, 7 de agosto de 2017

Hace cerca de 250 días los que creían que la revolución digital daría lugar a un nuevo reino milenario de la democracia participativa descubrieron atónitos la capacidad de internet para crear realidades sustitutivas, mundos hechos a la medida de cada uno, con la música que a uno le gusta, las películas que ya conoce y las opiniones que lo confortan. En uno de esos mundos, y a despecho del resto del mundo, Donald Trump no era un mequetrefe descerebrado.

La lección era bastante nítida: no hay una opinión pública, ni un único imaginario colectivo, y si hay un discurso dominante es seguramente en el sentido menos discursivo: dominantes son algunas prácticas y estructuras sociales, más que el relato sobre la sociedad. Casi resulta divertido observar las cabriolas que tienen que hacer Fox para sostener su peculiar versión de los hechos, evitando las noticias que abren el resto de la prensa nacional a cinco columnas. Pero incluso cuando un acontecimiento recibe cobertura nacional —un bombardeo en Siria, una declaración en la rosaleda de la Casa Blanca—, la lectura que hacen unos y otros es completamente opuesta, poniendo en evidencia que la producción de sentido se realiza en diferentes espacios y comunidades.

Durante la semana que siguió a las elecciones, los medios liberales reconocieron con embarazo que habían vivido en una burbuja y que no tenían ni idea de qué hacían sus compatriotas de las áreas rurales, ni de qué les gustaba, ni de qué les preocupaba. Después, nunca más ha vuelto a hablarse del tema. A finales de julio salió en la tertulia de los domingos por la mañana un locutor de radio de un condado perdido, y explicó que a los votantes de Trump no les preocupaba lo más mínimo ninguno de los escándalos que aireaban las primeras páginas de los periódicos. Lo que ellos ven —explicaba el locutor— es que la depreciación del dólar favorece las exportaciones, que el paro ha bajado incluso por debajo del punto en el que lo dejó Obama, que se están construyendo nuevos oleoductos y que la gasolina raya en muchos lugares un irrisorio precio de dos dólares por galón.

—Bueno, hala, muchas gracias —le cortó la presentadora de la tertulia, antes de dar paso al siguiente tramo de ocho horas dedicado al título del e-mail que el hijo del presidente le mandó a su cuñado en relación con una misteriosa reunión que tuvo lugar hace un año y en la que según parece había algún ruso. Entiendo que la cosa es seria, pero después de ver con incredulidad que CNN dedicaba un día entero a comentar esa noticia, resulta difícil no desear que un luchador de lucha libre irrumpa en el plató y ponga un poco de cordura o, por lo menos, imponga un breve cambio de tema.

La prensa liberal (el Washington Post, el New York Times, la CNN, el semanario New Yorker) se ha abandonado al placer morboso de ofrecer justicia poética y fantasías de consolación. Los titulares se llenan de verbos modales que hacen volar la fantasía del lector o del espectador: «puede que», «parece que», «es posible», «se discute si», «hay indicios de que»... Se convierte en noticia el mal humor de los empleados de la Casa Blanca, el descontento manifestado en privado por republicanos anónimos, las especulaciones sobre un hipotético impeachment y la explicación de los motivos por los que la Asociación Americana de Psiquiatría no puede emitir un comunicado diagnosticando al presidente de narcisismo paranoide.

Entre tanto, del resto del mundo no se sabe nada, a menos que algún turista o soldado americano tenga la desgracia de fallecer en el extranjero. Poco puede extrañar que a los votantes de Trump no les importe el Tratado de París si para los medios de comunicación liberales el planeta acaba en New Jersey.

En las tertulias de televisión consideran que Trump ha puesto cara a una corriente populista dentro del partido republicano. «Populismo» es un término del que se hace frecuentemente un uso arrojadizo, pero que puede ayudar a definir el registro de ciertos partidos o movimientos más allá de su ideario. Me parece especialmente útil la definición que propuso Sagrario Torres en 1987, según la cual el populismo sería una «retórica de contenido fundamentalmente emocional y autoafirmativo, centrada en torno a la idea de “pueblo” como depositario de las virtudes sociales de justicia y moralidad, y vinculada a un líder, habitualmente carismático, cuya honestidad y fuerza de voluntad garantiza el cumplimiento de los deseos populares». Esta definición tiene el acierto de contemplar únicamente el discurso, dejando a un lado las políticas desarrolladas, que pueden ser harto volubles o, en casos como el del republicanismo norteamericano actual, estar diseñadas para beneficiar a las élites sociales.

La retórica de Trump es indudablemente emocional y apela al pueblo americano, pero ni siquiera sus más fervientes partidarios lo consideran honesto, y a día de hoy nadie puede creer sinceramente que sea capaz de liderar ningún grupo más complejo que una caja de zapatos llena de gusanos de seda. Como decía hace poco un artículo, me parece que en el New Yorker, no existe el «trumpismo»: lo que hay es un resentimiento al que podría haber dado cuerpo cualquiera que pasase por allí, fuera un mamarracho de la telerrealidad o, como en un episodio de _Black Mirror_ más profético de lo habitual, un dibujo animado.

No hay un plan maquiavélico detrás de una fachada de estupidez: en privado Trump se expresa de un modo todavía más errático, embarazoso y desinformado que en sus intervenciones públicas. Esta semana el Washington Post ha publicado la transcripción de las conversaciones telefónicas que el presidente sostuvo en sus primeros días de gobierno con los presidentes de México y de Australia: Trump se presenta allí como un tipo maleducado, que tutea a sus interlocutores, lanzándoles constantemente acusaciones y reproches que al otro lado de la línea corrigen con aplomo y cortesía. Esto puede constituir un oprobio para la nación, pero para la clase media blanca sin estudios superiores que es el caladero de votos de Trump se trata de un regalito del cielo: la política ha dejado de ser una discusión sobre asuntos complejos en un lenguaje codificado y se ha transformado en un reality más, lleno de monstruos de feria y de esos personajillos que la gente adora odiar. Por fin.

Los programas de televisión analíticos (el dominical Meet the Press o el diario de Rachel Madow) o satíricos —Samantha Bee, Stephen Colbert, Saturday Night Live, Trevor Noah, Jimmy Fallon— ejercen una función fiscalizadora y consoladora, pero también pueden verse como productos satelitales del gran circo Trump. El programa de Colbert, por ejemplo, se impuso sobre otras tertulias nocturnas cuando empezó a sacarles punta a las salidas de pata de banco del equipo presidencial. La declaración de James Comey, el director depuesto del FBI, ante la comisión de investigación parlamentaria fue minuto de oro a pesar de emitirse un jueves a las diez de la mañana.

La conclusión de estos 250 primeros días de Trump es que todo el mundo está ganando más pasta. Cada cual con su corralito, con su parroquia, con su burbuja.