Tirandillo

Tirandillo
Diez años justos de garambainas. No está mal. Aquí lo dejo para explorar otras formas de correspondencia. Mi intención es reunir una o dos veces al año textos parecidos a los que he venido publicando aquí, y enviarlos por correo postal. Para recibirlos —gratis, mientras pueda permitírmelo—, envíame tus señas a la dirección siguiente:

Nos seguimos leyendo.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Otra vez España. Toda la vida social de un año concentrada en diez días. Es una estancia aturullada que me deja recuerdos curiosamente hortícolas. Al llegar a Ávila, el sobrino Jaime señaló la tomatera que tienen en un tiesto a la entrada y dijo: «¡Patates!». Otro sobrino, Martín, en el pueblito de La Cabrera en el que veranean, me enseñó a localizar unas plantas raquíticas y polvorientas que se comen:

—Es que son rastreras —dice, con unas erres borbónicas—; se llaman «verdulagas». 

Parece que se pueden picar y hacerlas en tortilla, lo que se aplica a muchas cosas que no juzgaríamos inmediatamente comestibles. Al volver a Madrid, en el alcorque de una acacia talada que hay justo enfrente de la casa de mis padres, descubro una matita de verdulaga, aderezada con colillas y residuos caninos.

En los días siguientes comí ochenta veces en el restaurante Superchülo, en la calle Malasaña, donde hacen un timbal de verduras fabuloso y un zumo de remolacha tirado de precio que creo que me produjo alergia. Y luego llega el día en que vuelvo a L***.

Vuelvo a mi casa, pero no tengo la sensación de volver a casa, sino de tomar el camino del destierro. Llevo semanas convocando en la imaginación, para animarme, los aspectos placenteros de la vida en L***, pero los martines pescadores son menos mágicos que el colibrí; la rivera del Ourthe palidece frente a los campos de nenúfares del lago Wingra; la mediateca cabría fácilmente en los luminosos lavabos de la biblioteca pública de Madison; el chef del Amirauté se pondría a hacer pucheros si lo llevásemos a cenar al Sardines. Eso sí: en L*** están algunos de los mejores semiólogos del mundo, y varios de los sociólogos culturales más pintureros, y Laurent, que acaba de publicar en Gallimard, y Parrondo, que ha sacado un libro titulado Rien.


Cuando el avión comienza a descender estoy leyendo un libro que me he comprometido a reseñar, pero que se me hace bola y no acaba ni a tiros. Un metro a mi izquierda, al otro lado del pasillo, un pasajero me hace señas y señala mi brazo, o mi mano, sin saber muy bien en qué lengua hablarme. Hace una seña de escribir o de pedir la cuenta, por favor, y entiendo que se refiere a mi lápiz. Como las azafatas acaban de anunciar las correspondencias, imagino que quiere apuntar el número de la puerta de embarque a la que debe dirigirse. Le presto el lápiz y, para mi total estupefacción, el tipo se agacha y lo emplea para calzarse los mocasines. Doy boqueadas buscando una réplica que no sea brutal pero que tampoco normalice la situación, cuando el hombre yergue el torso y congela la cara en una mueca ridícula de azoramiento. Luego alza la mano lentamente y me enseña medio lápiz astillado.

Sorry —dice. Y luego me tiende la otra mitad, la que tiene punta, por si quiero seguir subrayando con ella. Le digo que no es necesario, que puede tirarla, pero él insiste. Como no ha conseguido meterse los zapatos, aplasta el talón y se los pone como si fueran babuchas. En mi mano, el medio lápiz roto rubrica con elocuencia el final de un largo verano.

Aterrizamos en Bélgica.