Poco antes de navidad empecé a despertarme con dolor de espalda. El dolor iba tomando confianza y se presentaba cada noche un poco antes. Si al principio me levantaba resentido a las siete, a los cuatro o cinco días ya no aguantaba tendido más allá de las cinco de la mañana. Entonces me levantaba, me sentaba en una tumbona y allí notaba como los cachivaches que uno tiene dentro iban volviendo poco a poco a su sitio, hasta que lograba conciliar el sueño durante una hora o dos más. Luego, durante el día, no tenía ninguna molestia y no me volvía a acordar del asunto.
Pasando esos primeros días de las vacaciones en Alemania, Kathleen me recomendó que fuera a ver a un fisioterapeuta que quedaba a la vuelta de la esquina.
—A ver si te deshace los nudos…
Este fisioterapeuta es un señor que se dirige a uno mirándolo —sin mirarlo— con los párpados entornados. En su consulta con atmósfera de ashram me ofrece un té, que no acepto. Vestido de invierno como estoy me tiende en una camilla y me torsiona un poco de un lado y de otro, con mucha cautela. Pasados veinte minutos me lleva a otra habitación y me echa encima algo así como unas grandes alforjas rellenas de pis. Allí se olvida de mí y tengo que ir a buscarlo tres cuartos de hora más tarde. Antes de que me vaya me pone en la espalda unos esparadrapos verdes que —dice— reforzarán la musculatura torácica y deberían aliviarme.
Esa noche, a las cuatro de la mañana, otra vez el numerito.
Para Nochevieja estamos en Madrid, y pido cita con un médico de cabecera, el que sea. Me recibe una doctora con tos tabacalera y cara de haber estado de guardia. Antes de que me siente ya me ha diagnosticado:
—Será un lumbago. ¿Profesión?
—Trabajo en una universidad…
—Claro, pasarás mucho tiempo sentado…
—No, la verdad es que me paso el día de pie.
—Ah, claro, pero es que estar de pie es malísimo para la espalda. Hay que andar, repartir el peso entre un pie y otro…
—No, si eso hago.
—Bueno, bueno… —la doctora está ya algo amoscada—; quítese la camisa.
La médico me echa, de lejos y con precaución.
—Huy, esas cintas se las han puesto muy arriba.
—No, si es que es ahí donde me duele.
Viendo que los síntomas se resisten a adaptarse a su diagnóstico, la doctora se pone a firmar papeles. Estoy bastante seguro de que uno de los medicamentos que me receta da título a varias canciones punk. «Yo no me tomo esto ni borracho», digo al llegar a casa. Pero como tengo un hermano médico y mi padre dice que si estoy loco y además en Año Nuevo todos tenemos derecho a cometer alguna excentricidad, al final me lo tomo.
Esa noche hay un incendio en la casa de al lado y los camiones de bomberos desvelan a todo el barrio, pero yo duermo como un bendito hasta las once pasadas.
En los días siguientes me rebajo la dosis lo suficiente para dormir hasta las ocho, con la idea de ir a ver a un osteópata cuando vuelva a Tilff. En algún momento recuerdo que conozco a uno. Unas semanas antes de volar a Madison, cuando había subalquilado ya mi apartamento, pasé unos días en una casa de huéspedes llamada Les Gallinautes, en Esneux; el propietario era aquel doctor Lecoq que tenía hábitos de caballero renacentista y hablaba del cuerpo humano con un léxico de meteorólogo. Averiguo que tiene un gabinete de consulta en la calle Eburons, cerca de la estación de Guillemins, y le pido cita.
Luc Lecoq me recibe en una gran sala que es a la vez despacho, consulta y sala de espera; los dos primeros espacios pueden aislarse con un ingenioso sistema de paneles abatibles, de modo que el paciente tenga la necesaria intimidad. Al fondo hay varias estatuillas africanas —el gallinauta, recuerdo entonces, creció en el Congo belga—, así como siete u ocho diplomas universitarios, en varias lenguas y alguno incluso en caracteres orientales.
—Sí, me acuerdo de usted. Me encantó aquel libro que me dio. ¿Qué tal en Estados Unidos?
Se conoce que, entre sus muchos dones, el señor Lecoq ha sido también bendecido con una memoria de elefante. Yo mismo había olvidado que al despedirme de él, en septiembre de 2016, le regalé una edición francesa de Soldados de Salamina. Tras escuchar el anecdotario de mis problemas de espalda me pide que me quede en calzoncillos, me mira de hito en hito un segundo e inmediatamente me da un golpe seco en la cadera con el dedo índice. «Ah, claro, aquí está el ixioploide». Quizá no dijera «ixioploide», pero a mí me sonó a eso; me subió la barbilla y me pegó otro papirotazo en el esternón: «sí, exactamente». Luego me agarró de las orejas y, mientras palpaba distintas partes del cartílago iba diciendo, con una entonación levemente interrogativa: «¿esto está sensible?; ¿y esto de acá?». Yo iba a decirle que no sabía cómo de sensible era mi oreja, o en comparación con qué, y que no era la oreja lo que me dolía, pero me daba cuenta de que esas preguntas no estaban dirigidas a mí, sino que el gallinauta estaba verificando una lista de indicios, estaba reconstruyendo un crimen anatómico, y con cada pregunta estrechaba el cerco alrededor del culpable, el taimado ixioploide.
—Muy bien. Tiéndase boca arriba.
Boca arriba me tuvo durante cerca de quince minutos en los que no hizo gran cosa. Me zarandeó un poco el pie izquierdo, me hizo flexionar las rodillas y sobre todo me palpó el cráneo mientras me hablaba de un viaje reciente que había hecho por la cornisa cantábrica.
—¿Qué? —le pregunto pasado un rato—, ¿está maduro el melón?
El señor Lecoq se ríe y dice que eso era algo que aún no había oído nunca.
—Se lo voy a decir así a mis estudiantes: «tenéis que ver si el melón está maduro».
Luego me levanta un poco la cabeza, la hace girar un poco en círculos, me pide que entrechoque las rodillas y comprueba cómo va la cosa a nivel de orejas. Para terminar me tira de un brazo hasta oír un pequeño crujido —«voilà»—, me aprieta otro poco las orejas y dice «bueno, esto ya está».
¿Qué es lo que está?
—Se te había movido un poco la cadera y la columna vertebral estaba compensando por distintos lados. Ya lo he corregido y le he dicho a tu cuerpo que no pasa nada, que todo está en orden. No hace falta que hagas ejercicios ni que tomes medicamentos. Pásate simplemente el jueves que viene para un chequeo de comprobación.
—¿Y lo de las orejas?
—Ah, lo de las orejas es determinante. Las orejas se forman a la vez que el sistema nervioso central.
Salgo de allí muerto de risa, sin saber aún si este gallinauta es un embaucador redomado o un taumaturgo genial. Quizá, talentoso como es, sepa conjugar ambas propiedades, robándonos lo que no tenemos o curándonos de lo que no padecemos, como un embaucador genial o un taumaturgo redomado.