Yo me había imaginado que pasaría las navidades en Madrid al solecito, leyendo en el balcón un libraco que debo reseñar, y al final es como siempre. A todos regateo los minutos y a todos defraudo en algo, empezando por mí mismo. Otra vez va a tener que comerse mi madre la docena de hamburguesas vegetarianas que ha comprado. Sólo dos o tres días ceno en casa, y después sigo hasta las doce o la una redactando documentos para un proyecto de investigación cuyo plazo empieza a apremiar. Y menos mal si esta vez consigo ver a Adelaida y Toño, que han conseguido una ganga —lo que en Madrid es hoy una ganga— en la ribera del Manzanares. Se produce esa paradoja de que, cuanto menos ve uno a los amigos, menos cosas tiene que decirse. Lo suyo sería quedar varias veces, pero entonces tendría que podría ver sólo a la mitad. Con Rafa comí un día y le prometí que lo vería el 6 por la noche, pero hemos estado en casa de mi tío hasta la hora de cenar… ¡Para una vez que nos vemos! Podría haberme tomado un café con él el domingo por la mañana, pero al final opto por ir con mi sobrino a ver la exposición sobre la historia del tebeo que hay en el Museo ABC. Estuvo genial conectar durante hora y media y copiar en nuestros cuadernitos los trucos de los caricaturistas. Pero ahora habrá que esperar hasta dentro de tres o cuatro meses. A mi tía Mamen esta vez no la veo. A Ignacio y Enrique, los simpáticos archiveros de la SGAE, ni siquiera me he atrevido a decirles que estoy en Madrid. Y Kathleen piando por ir alguna vez al cine, pobre. El lunes por la noche habíamos hablado de volver a quedar con Patricio y Giselle, pero estaré hasta el cierre en la Biblioteca Nacional, revisando referencias para el libro de Tapia… por lo menos algunas, lo que sea más difícil de consultar desde Bélgica. A ver si lo remato de una santa vez, antes de que empiecen los exámenes. Si me doy prisa puedo sacar media hora, a todo tirar, para hojear novedades en la librería Antonio Machado, y de paso completar las compras de Reyes. Dios mío, y ¿cuándo voy a visitar a mi tía abuela Cuqui? Bastante es que no haya podido ir al entierro de su hija, y que no vaya a estar para el funeral. Laura y Eduardo me escriben preguntando si como con ellos en Olivia Te Cuida. Respondo que no sin más explicaciones, a la carrera. Ya intentaré acercarme a verlos en París algún fin de semana, si saco tiempo, si he terminado el proyecto, y el libro, y las correcciones, y la reseña.
Dos noches después de volver a Tilff sueño que viajo en un autobús de línea; los edificios de ladrillo claro separados por parterres podrían ser los de la ribera del Manzanares, pero sé que es Moratalaz, el barrio en el que vivía Rafa. El conductor del autobús va dando explicaciones turísticas sobre los lugares que recorremos. En determinado momento llegamos a unos bloques de apartamentos sobre los que han crecido grandes enredaderas y otras plantas vigorosas que han roto con sus raíces las fachadas. En el local comercial de uno de los edificios más infiltrados por las plantas hay un garito que se llama Cero Grados. No sé cuándo he bajado del autobús, pero allí estoy, adentrándome en la atmósfera de acuario del Cero Grados, que tiene una entrada de gruta y más que un bar es un cruce de after y restaurante nouvelle cuisine. Sentadas en un sofá bajo veo de reojo a dos modelos etíopes gemelas; los clientes me dedican miradas despectivas de anuncio de Martini. Pese al glamour, o como una nueva forma de glamour, hay mesas cuyos manteles son de papel de estraza, y en ellos firman o pintan los visitantes célebres: un camarero acaba de recortar de uno de ellos un Saura (un Saura rápido y con los trazos contados, como las ilustraciones que hizo para aquella edición de Pinocho).
Me llego a la barra y pido una Coca-Cola. Lo hago en alemán, quizá por ponerme a tono. El camarero es un muchacho con perilla al que sin duda me crucé alguna vez en el mundo real en la época en que estaban de moda las perillas. Tiene el pelo muy rizado, largo pero sin que le forme melena. Me dice que son 5 euros.
—Venga ya.
—Tiene razón, no son 5 euros. Son 7,50.
Le digo que me enseñe la carta para comprobar el precio. El camarero se niega, por lo que exijo que venga el dueño. Éste viene dando explicaciones incomprensibles, creo que inicialmente con una actitud conciliadora y hasta sumisa, pero conforme se va acercando se transforma en un muñeco de trapo sin cabeza, un pelele con una levita y un chaleco abotonado, que flota en el aire como un títere sin cuerdas.
Salgo del bar, del restaurante o de lo que fuera, y ya no estoy en Moratalaz sino en un callejón formado por tapias enjalbegadas, una de esas calles en las que mueren los pueblos andaluces o insulares, asediadas por los desmontes y las pitas. Es mediodía, y la luz cae a plomo. El camarero de la perilla camina a mi espalda, blandiendo sin mucha convicción una toalla azul. Delante de mí el callejón termina en un terraplén abrupto. «Esto tendría gracia si fuera real —pienso—, pero es sólo un sueño, así que no podré contarlo en el blog».